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Por qué la desesperación le está ganando a la esperanza

WELLINGTON – Donde uno mire –los medios, la retórica de los líderes políticos o las discusiones online- encuentra un prejuicio hacia los malos ideales. Esto no pretende sugerir que nosotros (o la mayoría de nosotros) apruebe, por ejemplo, el racismo, la misoginia o la homofobia, sino más bien que les otorgamos eficacia. Creemos que los ideales extremistas deben ser combatidos, porque implícitamente los consideramos lo suficientemente potentes como para atraer nuevos adeptos, y lo suficientemente contagiosos como para propagarse.

Al mismo tiempo, tendemos a tomarnos los ideales positivos menos seriamente, instintivamente escépticos de que sea posible hacer un progreso significativo para achicar la brecha de riqueza o abrirle la puerta a una economía cero en carbono. Las políticas propuestas para alcanzar estos fines éticos son consideradas fracasos utópicos, y a los políticos que las respaldan se los mira con sospecha o directamente se los descarta. En conjunto, nuestros prejuicios nos llevan a ceder el poder motivador del idealismo a los malos, cuando podríamos estar aprovechándolo para el bien común. 

Durante las elecciones generales de Nueva Zelanda en 2017, muchos analistas se burlaban de la visión optimista que defendía la líder del Partido Laborista Jacinda Ardern considerándola “polvo de hadas”. De la misma manera, cuando unos alumnos se acercaron a Dianne Feinstein, senadora norteamericana demócrata por el estado de California, para pedirle que respaldara la legislación para un Nuevo Trato Verde, ella descartó sus demandas por considerarlas poco realistas. “Esa resolución no pasará por el Senado”, dijo, “y pueden ir con quienes los enviaron aquí y decírselo”.

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