solana118_Wang ChunVCG via Getty Images_trade Wang Chun/VCG via Getty Images

Una mejor globalización

MADRID – Desde que comenzó la pandemia, mucho se ha escrito sobre la globalización, sus inconvenientes en momentos de disrupción globales, y las supuestas bondades de un repliegue hacia el ámbito nacional. En este sentido, como en muchos otros, la crisis de la COVID-19 ha acelerado tendencias preexistentes. De hecho, la ratio del comercio respecto al PIB global —uno de los principales indicadores asociados a la globalización— ha seguido una tendencia descendente desde 2012, y los movimientos políticos antiglobalistas llevaban ya tiempo incrementado su popularidad.

Estos movimientos tienen algunos motivos de peso para desconfiar de la globalización, y más en estos momentos. La escasez de material esencial ha demostrado que las actuales cadenas globales de valor —con una excesiva concentración de proveedores y sin acumulación de stocks— son muy poco resilientes. Esto se suma a que, como ya se venía recordando, la globalización ha generado perdedores a escala nacional, especialmente en países desarrollados. Estados Unidos es un caso particularmente llamativo: la renta media del 50% más pobre se vio reducida entre 1980 y 2010. La deslocalización productiva no es ni mucho menos el único factor que explica este fenómeno (los efectos de la automatización sobre la desigualdad se pasan por alto demasiado a menudo), pero su papel ha sido significativo.

Conviene, sin embargo, no caer en la tentación de plantear enmiendas a la totalidad. Los axiomas de Adam Smith sobre la especialización productiva y de David Ricardo sobre las ventajas comparativas son tan ciertos ahora como hace siete meses, o como hace doscientos años. En su conjunto, la globalización ha sido claramente beneficiosa, sacando a millones de la pobreza, con lo que el foco de nuestra acción política debería situarse en reformarla, no en destruirla.

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