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¿Para quién fueron las revoluciones?

FILADELFIA – Tras la caída el 9 de noviembre de 1989 del Muro de Berlín, el canciller alemán Helmut Kohl aseguró a los alemanes del este: “Nadie estará peor que antes, pero muchos estarán mucho mejor”. Sus palabras ayudaron a alentar veloces cambios políticos y económicos en toda Europa poscomunista. Pero treinta años después, cabe preguntarnos hasta qué punto Kohl y otros dirigentes occidentales cumplieron la promesa.

Quien hoy viaje a Praga, Kiev o Bucarest encontrará esplendorosos paseos de compra llenos de bienes de consumo importados: perfumes de Francia, moda de Italia, relojes de Suiza. En el Cineplex local, los jóvenes urbanos hacen cola para ver la última de Marvel. No apartan la mirada de sus relucientes iPhones, con los que tal vez estén planeando sus próximas vacaciones en París, Goa o Buenos Aires. El centro de la ciudad es un hormigueo de cafés y bares a los que asisten extranjeros y élites locales que compran productos gourmet en hipermercados masivos. En comparación con la escasez y el aislamiento del pasado comunista, Europa central y del este hoy rebosa de oportunidades nuevas.

Pero en esas mismas ciudades, pensionados y pobres luchan por conseguir artículos de primera necesidad. Los ciudadanos de más edad deben elegir entre la calefacción, la medicina y el alimento. En las áreas rurales, algunas familias han vuelto a practicar la agricultura de subsistencia. Los jóvenes huyen en tropel, en busca de mejores oportunidades en el extranjero. El padecimiento económico y el nihilismo político alientan la desconfianza social, mientras crece la nostalgia por la seguridad y la estabilidad del pasado autoritario. Líderes populistas aprovechan el descontento público para destruir las instituciones democráticas y dirigir la economía en beneficio de amigos, familiares y simpatizantes.

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