Siendo un niño, cuando uno se une al ejército, uno piensa que va a ver la guerra como en las películas. No es así. En mi primer combate pensé que iba a morir, que nunca volvería a ver a mi madre.
Fue a mitades de la década de 1980, cuando atacamos una guarnición fortificada en Uganda occidental. Yo tenía 15 años y era parte de un movimiento dirigido a liberar a mi país del corrupto régimen de Milton Obote, quien había sucedido al asesino Idi Amin.
Mi líder era un hombre inspirador, valiente y talentoso, Yoweri Museveni, ahora presidente de Uganda. Museveni creía que los jóvenes combatientes no sólo necesitaban habilidades marciales, sino también una conciencia política de la causa por la que peleaban, es decir, dar fin a la codicia y a las alucinaciones de los líderes del África postindependencia.
Siendo todavía un adolescente, aprendí que el objetivo de la guerra era la transformación social y política. Estando en acción, llegué a tener lástima de los prisioneros enemigos porque yo tenía una causa por la cual pelear y ellos no. Motivado por una agenda política -la renovación de mi maltratado país- subí de rango para convertirme en un ayudante de confianza del círculo cercano a Museveni. En 1986, no mucho tiempo después de mi décimosexto cumpleaños, Museveni derrocó a Obote. La guerra terminó. Pero no para mí.
Ya no siendo un rebelde, sino un líder del ejército de Uganda, fui enviado a Cuba, Libia y Corea del Norte para recibir entrenamiento militar. Me volví un experto en guerra de tanques. Aunque tenía una gran inquietud por recibir una educación e incluso me suscribí a la universidad, seguí siendo valioso como soldado.
Primero, en mi país, ayudé a los refugiados tutsi de Rwanda, en donde eran una minoría, a pelear una guerra contra la mayoría hutu de aquél país. En el verano de 1994, cuando los hutus mataron a cientos de miles de tutsis, nuestra causa adquirió mayor urgencia, como lo hizo nuestro espíritu de lucha. Durante tres años peleé junto con los tutsis, finalmente fungiendo como ayudante personal de Paul Kagame, ahora presidente de Rwanda y líder en la política y la estrategia militar de su país.
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Pronto el presidente Kagame me pidió que peleara en Congo para acabar con el monumentalmente corrupto régimen de Mobutu. En Congo encabecé a cientos de combatientes, muchos de ellos sólo niños, y ayudé a capturar partes del país. En mayo de 1997 incluso ayudé a capturar Kinshasa y a correr a Mobutu del poder. Yo había "liberado" a un tercer país y tenía sólo 27 años.
Cansado de la guerra, al año siguiente me volví político, ganando un lugar en el parlamento como miembro del grupo "Movimiento" de Museveni, el único partido legal en Uganda. El año pasado empecé a temer que Museveni se había convertido en otro dictador africano, más preocupado por el poder que por los principios. Parte de mi querella con él se relacionó con su incapacidad para establecer una genuina democracia multipartidista; también, estuve en contra de la creciente corrupción. El Banco Mundial y otros donantes suministran la mitad del presupuesto del gobierno de Uganda, pero un tercio del dinero es desperdiciado en acciones militares sin sentido como la invasión de Congo por parte de Uganda. Museveni es el máximo responsable de esa corrupción.
Deserté para volverme miembro de un nuevo partido de oposición e hice campaña a favor del opositor de Museveni durante las últimas elecciones presidenciales. A pesar de que Museveni no tenía posibilidad de perder, no se arriesgó a nada y arrestó a los ayudantes y partidarios de su oponente. Aunque yo había peleado fielmente en el ejército de Museveni siendo un niño, ahora era un adulto y un crítico, así que también me arrestó. Torturado por mi propio hermano (el jefe de seguridad interna de Museveni), fui liberado después de la presión local e internacional y dejé Uganda para ir a Gran Bretaña.
En el tranquilo Londres, ahora contemplo mi vida como un niño soldado. No tengo remordimientos, no ofrezco disculpas. Pero estoy conciente de cómo los partidarios de los derechos humanos deploran el enlistamiento de los jóvenes en las guerras de África, en donde las vidas de muchos niños son arruinadas.
La injusticia provoca que los niños tomen las armas. También lo hace la pobreza. En algunas partes de África la pobreza significa que los jóvenes ven las armas como un medio para ganarse la vida. No teniendo un poder político ni económico, algunos niños sienten que sólo pueden superarse uniéndose a un ejército.
En Uganda, y en casi todos los países del sub-Sahara, más de 40% de la población tiene menos de 15 años de edad. Todos los países se quejan ante la carga de educar, emplear y absorber a tantos jóvenes. Claro, ningún niño debería ir a la guerra, pero condenar a los niños soldados no hará que desaparezcan. Sólo la educación puede lograr eso. La juventud africana debe ser introducida a la democracia y al pacifismo en el salón de clases.
Cuando un niño toma un arma, se vuelve un hombre e inspira miedo, si no respeto. La experiencia que yo he tenido es que los jóvenes africanos son siempre ignorados, excepto cuando los políticos los necesitan para la guerra. Si se les da una mejor educación y los medios para influenciar a su comunidad será menos probable que los jóvenes africanos sean utilizados como carne de cañón, será menos probable que tomen las armas, y más probable que lean libros.
Hace diecisiete años, contra los deseos de mi padre, tomé un arma con la esperanza de cambiar al mundo. Sobreviví y aprendí. Aprendí los límites de las armas. A muchos de mis camaradas les robaron esa oportunidad, pues pocos siguen con vida. De los que siguen con vida, la mayoría tienen puestos importantes en el ejército de Uganda; algunos pocos están en la política. Pero la mayoría murieron en combate o de SIDA. Los jóvenes africanos deberían recordar esto cuando buscan formas de dejar su marca en el mundo.
The United States is not a monarchy, but a federal republic. States and cities controlled by Democrats represent half the country, and they can resist Donald Trump’s overreach by using the tools of progressive federalism, many of which were sharpened during his first administration.
see Democrat-controlled states as a potential check on Donald Trump’s far-right agenda.
Though the United States has long led the world in advancing basic science and technology, it is hard to see how this can continue under President Donald Trump and the country’s ascendant oligarchy. America’s rejection of Enlightenment values will have dire consequences.
predicts that Donald Trump’s second administration will be defined by its rejection of Enlightenment values.
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Siendo un niño, cuando uno se une al ejército, uno piensa que va a ver la guerra como en las películas. No es así. En mi primer combate pensé que iba a morir, que nunca volvería a ver a mi madre.
Fue a mitades de la década de 1980, cuando atacamos una guarnición fortificada en Uganda occidental. Yo tenía 15 años y era parte de un movimiento dirigido a liberar a mi país del corrupto régimen de Milton Obote, quien había sucedido al asesino Idi Amin.
Mi líder era un hombre inspirador, valiente y talentoso, Yoweri Museveni, ahora presidente de Uganda. Museveni creía que los jóvenes combatientes no sólo necesitaban habilidades marciales, sino también una conciencia política de la causa por la que peleaban, es decir, dar fin a la codicia y a las alucinaciones de los líderes del África postindependencia.
Siendo todavía un adolescente, aprendí que el objetivo de la guerra era la transformación social y política. Estando en acción, llegué a tener lástima de los prisioneros enemigos porque yo tenía una causa por la cual pelear y ellos no. Motivado por una agenda política -la renovación de mi maltratado país- subí de rango para convertirme en un ayudante de confianza del círculo cercano a Museveni. En 1986, no mucho tiempo después de mi décimosexto cumpleaños, Museveni derrocó a Obote. La guerra terminó. Pero no para mí.
Ya no siendo un rebelde, sino un líder del ejército de Uganda, fui enviado a Cuba, Libia y Corea del Norte para recibir entrenamiento militar. Me volví un experto en guerra de tanques. Aunque tenía una gran inquietud por recibir una educación e incluso me suscribí a la universidad, seguí siendo valioso como soldado.
Primero, en mi país, ayudé a los refugiados tutsi de Rwanda, en donde eran una minoría, a pelear una guerra contra la mayoría hutu de aquél país. En el verano de 1994, cuando los hutus mataron a cientos de miles de tutsis, nuestra causa adquirió mayor urgencia, como lo hizo nuestro espíritu de lucha. Durante tres años peleé junto con los tutsis, finalmente fungiendo como ayudante personal de Paul Kagame, ahora presidente de Rwanda y líder en la política y la estrategia militar de su país.
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Cansado de la guerra, al año siguiente me volví político, ganando un lugar en el parlamento como miembro del grupo "Movimiento" de Museveni, el único partido legal en Uganda. El año pasado empecé a temer que Museveni se había convertido en otro dictador africano, más preocupado por el poder que por los principios. Parte de mi querella con él se relacionó con su incapacidad para establecer una genuina democracia multipartidista; también, estuve en contra de la creciente corrupción. El Banco Mundial y otros donantes suministran la mitad del presupuesto del gobierno de Uganda, pero un tercio del dinero es desperdiciado en acciones militares sin sentido como la invasión de Congo por parte de Uganda. Museveni es el máximo responsable de esa corrupción.
Deserté para volverme miembro de un nuevo partido de oposición e hice campaña a favor del opositor de Museveni durante las últimas elecciones presidenciales. A pesar de que Museveni no tenía posibilidad de perder, no se arriesgó a nada y arrestó a los ayudantes y partidarios de su oponente. Aunque yo había peleado fielmente en el ejército de Museveni siendo un niño, ahora era un adulto y un crítico, así que también me arrestó. Torturado por mi propio hermano (el jefe de seguridad interna de Museveni), fui liberado después de la presión local e internacional y dejé Uganda para ir a Gran Bretaña.
En el tranquilo Londres, ahora contemplo mi vida como un niño soldado. No tengo remordimientos, no ofrezco disculpas. Pero estoy conciente de cómo los partidarios de los derechos humanos deploran el enlistamiento de los jóvenes en las guerras de África, en donde las vidas de muchos niños son arruinadas.
La injusticia provoca que los niños tomen las armas. También lo hace la pobreza. En algunas partes de África la pobreza significa que los jóvenes ven las armas como un medio para ganarse la vida. No teniendo un poder político ni económico, algunos niños sienten que sólo pueden superarse uniéndose a un ejército.
En Uganda, y en casi todos los países del sub-Sahara, más de 40% de la población tiene menos de 15 años de edad. Todos los países se quejan ante la carga de educar, emplear y absorber a tantos jóvenes. Claro, ningún niño debería ir a la guerra, pero condenar a los niños soldados no hará que desaparezcan. Sólo la educación puede lograr eso. La juventud africana debe ser introducida a la democracia y al pacifismo en el salón de clases.
Cuando un niño toma un arma, se vuelve un hombre e inspira miedo, si no respeto. La experiencia que yo he tenido es que los jóvenes africanos son siempre ignorados, excepto cuando los políticos los necesitan para la guerra. Si se les da una mejor educación y los medios para influenciar a su comunidad será menos probable que los jóvenes africanos sean utilizados como carne de cañón, será menos probable que tomen las armas, y más probable que lean libros.
Hace diecisiete años, contra los deseos de mi padre, tomé un arma con la esperanza de cambiar al mundo. Sobreviví y aprendí. Aprendí los límites de las armas. A muchos de mis camaradas les robaron esa oportunidad, pues pocos siguen con vida. De los que siguen con vida, la mayoría tienen puestos importantes en el ejército de Uganda; algunos pocos están en la política. Pero la mayoría murieron en combate o de SIDA. Los jóvenes africanos deberían recordar esto cuando buscan formas de dejar su marca en el mundo.