La muerte de la OTAN

LONDRES – La OTAN, cuyos ministros de asuntos exteriores se reunirán la próxima semana, se está muriendo. Por supuesto, la muerte le llega a todos los seres vivientes, y a medida que la OTAN se acerca a su 60° aniversario no parece haber prisa para escribir su obituario; quienes tienen 60 años pueden razonablemente tener la esperanza de tener otros diez, o tal vez veinte e incluso treinta de vida activa y productiva. Pero tal vez sea tiempo de empezar a reflexionar sobre el hecho de que “el viejo no estará con nosotros para siempre”.

Las instituciones humanas, al igual que los seres humanos, se pueden deteriorar a una velocidad sorprendente una vez que dejan de ser útiles. La espectacular disolución de la Unión Soviética sirve para recordarnos lo que puede sucederle a las organizaciones cuando comienzan a surgir dudas sobre si todavía responde a algún interés real, que no sea el de sus propios apparatchik – y cuan súbitamente pueden aumentar esas dudas cuando tratan de convertirse en algo que no son.

Por supuesto, la OTAN ha mostrado una persistencia notable. Debió haber desaparecido cuando cayó la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia se evaporó; su misión se había cumplido. Pero entonces se dieron las crisis de los Balcanes de los años noventa, que culminaron con la comprensión de que sólo el poder militar estadounidense podía detener la limpieza étnica de Kosovo que llevaba a cabo el presidente serbio Slobodan Milosevic. Y después sucedieron los ataques terrorista del 11 de septiembre de 2001, con lo que la disyuntiva entre “actuar fuera de su área o dejar de funcionar” dejo de tener sentido. Así pues, la OTAN sigue funcionando y en Afganistán.

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