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Los aliados militares tienen que ser aliados comerciales

SAN DIEGO – Donald Trump y Kamala Harris coinciden en pocas cosas, pero comparten el desdén al libre comercio. De cara a la elección presidencial de Estados Unidos de 2024, Trump amenaza con un arancel general del 10% a las importaciones, mientras que Harris, sobre cuyas políticas todavía no hay precisiones, ha indicado que piensa seguir los pasos del presidente Joe Biden, con «aranceles selectivos y estratégicos». El entusiasmo que mostraban los políticos estadounidenses por el libre comercio en los años ochenta y noventa ha desaparecido, y esto atemoriza a otros países, que saben que Estados Unidos (más allá de idiosincrasias y vaivenes) sigue siendo el socio comercial más atractivo del mundo.

Los economistas libremercadistas, por supuesto, deberían tratar de refutar la ola anticomercial con hechos. Pero frente al dato del rechazo general a la globalización, hay otra pregunta más urgente: ¿qué principios deberían guiar la formulación de políticas?

Mi propuesta es que los países que son aliados militares también deben ser aliados comerciales. En vez de cerrar las fronteras a cal y canto, Estados Unidos tiene que distinguir a los actores buenos de los malos en el escenario internacional.

Desde la crisis financiera de 2008, la participación del comercio internacional en el PIB de los Estados Unidos ha disminuido más o menos un 10%. La verdad lisa y llana es que Estados Unidos, con su enorme mercado interno de 335 millones de personas, puede soportar guerras y escaramuzas comerciales mejor que la mayoría de los otros países. En los últimos quince años, su PIB fue el mayor del G7 (lo que deja incluso a los funcionarios chinos preguntándose en qué se equivocaron).

La narrativa antiglobalización parece tratar a todos los países por igual: todos quieren robarse empleos y propiedad intelectual y aprovechar vacíos legales. Es así que a los cruzados anticomerciales estadounidenses tanto les preocupan la mantequilla y el jarabe de arce canadienses como los componentes norcoreanos para misiles. Pero Estados Unidos debe tener más apertura comercial con países con los que mantiene una estrecha cooperación militar: con las fuerzas armadas canadienses hace ejercicios conjuntos todo el tiempo, mientras que con Corea del Norte, por supuesto, no hace ninguno. Junto con Canadá, deberían ser socios prioritarios de Estados Unidos países como Australia, el Reino Unido, Japón y Alemania.

Cuando Biden asumió el cargo, la mayoría de los analistas dio por sentado que haría todo lo contrario a su predecesor, incluido en esto revertir las políticas del representante de Trump para asuntos comerciales, Robert Lighthizer. En vez de eso, Biden continuó las restricciones comerciales de Trump, pero sin atención a la seguridad nacional. De hecho, algunas de sus decisiones han sido tan desconcertantes como alarmantes. Por ejemplo, aumentó los aranceles a la madera canadiense y canceló el oleoducto Keystone, que iba a transportar petróleo de Canadá a las refinerías de Estados Unidos. Pero flexibilizó restricciones al petróleo iraní, e incluso liberó activos iraníes congelados por seis mil millones de dólares, que Teherán luego usó para amenazar a aliados de Estados Unidos a través de sus intermediarios (Hezbolá y los hutíes).

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En tanto, la política de la administración Biden para las fronteras ha reforzado la postura anticomercial. Muchos estadounidenses piensan que si el gobierno federal no advirtió la entrada de casi un millón de migrantes que en 2023 cruzaron la frontera sur eludiendo los controles, ¿cómo confiarle veinte millones de contenedores de acero corrugado sin inspeccionar que llegan en barcos de quién sabe dónde? Si no ve gente que pasa caminando, ¿cómo verá componentes mecánicos rotulados como de «Toronto» y que en realidad tal vez se fabricaron en Tianjin?

Puesto que el comercio aumenta la riqueza nacional, es posible que los estadounidenses no quieran que ciertos países se enriquezcan. El éxito comercial puede tanto enriquecer como soliviantar; de modo que en este preciso instante, tal vez una China más rica no redunde en interés de los Estados Unidos. Sus amenazas a Taiwán, la construcción de islas artificiales en el Mar Meridional, los conflictos con Japón y las promesas declaradas de dominar la economía mundial nos recuerdan la supuesta advertencia de Nikita Jrushchov, «nosotros los enterraremos».

Quien gane la Casa Blanca en noviembre tiene que estrechar el vínculo entre la seguridad nacional y la seguridad económica. Hoy Estados Unidos es vulnerable en muchos ámbitos. La valiosa industria taiwanesa de los semiconductores está a unas cien millas náuticas de China continental y al alcance de los catamaranes de su armada (por no hablar de sus nuevos portaviones). China y Rusia llevan la delantera en misiles hipersónicos. Representantes de Rusia e Irán en el Mar Rojo y en el Estrecho de Ormuz interrumpen el transporte comercial con sus drones cargados de explosivos (y demuestran al hacerlo que son unos piratas mucho más letales que el pícaro Jack Sparrow de Johnny Depp). En el último año, el tráfico comercial por el Mar Rojo se redujo a la mitad; muchos barcos prefieren navegar seis mil millas más rodeando el extremo sur de África. Las cuarentenas de la pandemia terminaron hace mucho, pero las empresas todavía tienen miedo a que se corten las cadenas de suministro.

No hace falta convencer a nadie de que el mundo se ha vuelto más peligroso. Una noche cualquiera los noticieros nos muestran lanzamientos de misiles desde el Líbano, Crimea o Corea del Norte. Pero más peligroso aún es que la política económica de Estados Unidos no diferencie entre enemistad y competencia amistosa. Los estadounidenses debemos comerciar con quienes nos acompañan en el campo de batalla y en la defensa de la democracia.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/qb8kNNOes