NUEVA YORK – Los fanáticos de El señor de los anillos recordarán la escena en la que el rey Théoden, con su refugio del abismo de Helm a punto de caer ante las hordas de los orcos y su «odio imprudente», se pregunta: ¿cómo se llegó a esto? Tras la victoria de Donald Trump en la elección presidencial de los Estados Unidos, muchos estadounidenses se hacen la misma pregunta.
¿Cómo logró un delincuente con condena, que hace sólo cuatro años intentó anular una elección presidencial que había perdido sin lugar a dudas, obtener los votos de más de 71 millones de estadounidenses? Cosas así pueden darse en países sin tradiciones democráticas fuertes (en Venezuela, Hugo Chávez fue encarcelado tras un fallido intento de golpe de Estado en 1992, sólo para ser elegido presidente seis años después), pero se supone que no deberían ocurrir en la democracia más antigua y poderosa del mundo.
Trump no es sólo un delincuente. También es un charlatán, que ha demostrado una y otra vez que no sabe casi nada sobre formulación de políticas, y un aspirante a dictador, que ha prometido llevar a cabo deportaciones masivas y procesar a sus «enemigos». Pero además del Colegio Electoral, también ha ganado en el voto popular, proeza que no logró en 2016 ni en 2020.
El primer paso de la explicación es hablar de los cómplices de Trump. Los mismos que denuncian la supuesta represión del libre debate por parte de la «ideología woke» consideran al parecer que criticar a los votantes (en su mayoría blancos, entrados en años y residentes en zonas rurales) que han mantenido una lealtad ciega a Trump sin importar cuán despreciable, peligrosa o caprichosa pueda ser su conducta es tabú. Dicen sus defensores que estos votantes no entienden quién es Trump ni la amenaza que representa, sólo responden a motivos de queja legítimos (por ejemplo la inseguridad económica).
Aunque esta explicación tiene algún mérito, puede que una buena parte del electorado de Trump esconda en realidad algo más siniestro. Tal vez muchos de ellos quieren ver a las instituciones de su país destruidas. No temen el peligro de Trump para la democracia y el Estado de Derecho; en vez de eso, lo ven como la bola de derribo que estaban esperando.
Es verdad que los votantes de Trump tal vez no quieran que cumpla todas sus amenazas. Pero en vez de verlas como motivo para no apoyarlo, desestiman su retórica incendiaria cual mera hipérbole. En cualquier caso, razonan, esas exageraciones demuestran que Trump es un hombre del pueblo, no otro político experimentado que hace bien calibradas declaraciones acordadas por un equipo de estrategas políticos. Es la lógica chata del creyente ciego: totalmente incoherente y casi imposible de discutir.
También influye el hecho de que muchos de los seguidores de Trump compartan en secreto (o en forma cada vez más abierta) sus peores instintos. ¿Es racista? Muchos estadounidenses blancos están hartos de que se hable de «privilegio blanco», y aún más hartos de los inmigrantes que supuestamente se cuelan por la frontera para quitarles trabajos y vivir a costa de sus impuestos. ¿Es un misógino? Muchos de sus votantes jóvenes masculinos se sienten superados o rechazados por las mujeres y les gusta la idea de recordarles «su lugar». ¿Amenaza castigar a los «enemigos internos»? La respuesta es obvia: son enemigos.
Los seguidores de Trump también desestiman las otras críticas. Los expertos que advierten que los planes de Trump serán muy costosos para la economía estadounidense no aprecian su excepcional perspicacia para los negocios. Quienes ponen la lupa en sus maniobras para enriquecerse y enriquecer a su familia (su yerno, Jared Kushner, recaudó miles de millones de dólares en Arabia Saudita para su fondo de inversión) exageran la escala y el impacto de esos negocios.
En cuanto a la vulgaridad de Trump, no vale la pena hablar de ella; al parecer ni siquiera preocupa a sus partidarios evangélicos. Puede fingir una felación con el micrófono en un acto de campaña, pero Dios lo ha elegido para actuar a la manera de un moderno Ciro: así como el rey persa liberó a los judíos de la cautividad babilónica, la misión divina de Trump es liberar a los cristianos (blancos) de la «prisión» del Estados Unidos moderno y recrear el país como bastión de los valores evangélicos. Sin duda fue la mano de Dios la que hace unos meses desvió la bala del asesino.
Para convertir a los votantes a su religión corrupta, a Trump no le faltó ayuda. Fox News, la muy rentable máquina de propaganda de Rupert Murdoch, se dedicó a distorsionar el discurso y propiciar el escándalo. Las grandes redes sociales abandonaron casi cualquier intento de combatir la desinformación (y en el caso de X, de Elon Musk, el abandono fue total).
Los multimillonarios de la tecnología también han dado un apoyo más directo al ascenso de Trump (Musk fue su segundo mayor patrocinador financiero en esta campaña), en la esperanza de aprovechar una oleada desreguladora. (Las acciones de Tesla ya han subido). Estos titanes tecnológicos, junto con poderosas figuras de Wall Street como Jamie Dimon, son el equivalente estadounidense moderno de los directivos empresariales alemanes que pensaron que podían controlar a Adolf Hitler.
Pero los republicanos que acompañan a Trump no se hacen esas ilusiones; tal vez por eso hasta los que alguna vez intentaron hacerle frente hoy se le han rendido. La exgobernadora de Carolina del Sur, Nikki Haley, le plantó un desafío formidable en las primarias republicanas, y terminó dándole su apoyo en cuanto abandonó la contienda, tal vez para salvar su propia carrera política.
Y luego están los políticos republicanos cobardes que han ayudado a Trump a salir indemne de haber incitado a sus seguidores a atacar el Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Al día siguiente, parecía que figuras como los senadores Mitch McConnell y Lindsey Graham por fin estaban dispuestos a darle la espalda. Pero unos días después se negaron a votar su destitución. Y cuando Trump lanzó su campaña para la candidatura del partido este año, enseguida se alinearon.
Nadie quiere llevarle la contraria a un dictador. Y en vista del fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos que otorga al presidente inmunidad casi total contra cualquier proceso penal, Trump será lisa y llanamente eso: un dictador. Si quiere imponerle enormes aranceles a China, o retirarse de la OTAN, o arrojar a los inmigrantes a campos de detención, lo hará. Y lo mismo vale si hablamos de castigar a quienes lo hayan desafiado.
¿Cómo se llegó a esto? La mayoría de los estadounidenses blancos han perdido la fe en su país. Miembros de la codiciosa élite empresarial han obtenido una capacidad irrestricta para influir en la política usando sus plataformas y sus billeteras. Y los políticos republicanos han sacrificado su integridad, y la democracia estadounidense, en el altar del poder.
Traducción: Esteban Flamini
NUEVA YORK – Los fanáticos de El señor de los anillos recordarán la escena en la que el rey Théoden, con su refugio del abismo de Helm a punto de caer ante las hordas de los orcos y su «odio imprudente», se pregunta: ¿cómo se llegó a esto? Tras la victoria de Donald Trump en la elección presidencial de los Estados Unidos, muchos estadounidenses se hacen la misma pregunta.
¿Cómo logró un delincuente con condena, que hace sólo cuatro años intentó anular una elección presidencial que había perdido sin lugar a dudas, obtener los votos de más de 71 millones de estadounidenses? Cosas así pueden darse en países sin tradiciones democráticas fuertes (en Venezuela, Hugo Chávez fue encarcelado tras un fallido intento de golpe de Estado en 1992, sólo para ser elegido presidente seis años después), pero se supone que no deberían ocurrir en la democracia más antigua y poderosa del mundo.
Trump no es sólo un delincuente. También es un charlatán, que ha demostrado una y otra vez que no sabe casi nada sobre formulación de políticas, y un aspirante a dictador, que ha prometido llevar a cabo deportaciones masivas y procesar a sus «enemigos». Pero además del Colegio Electoral, también ha ganado en el voto popular, proeza que no logró en 2016 ni en 2020.
El primer paso de la explicación es hablar de los cómplices de Trump. Los mismos que denuncian la supuesta represión del libre debate por parte de la «ideología woke» consideran al parecer que criticar a los votantes (en su mayoría blancos, entrados en años y residentes en zonas rurales) que han mantenido una lealtad ciega a Trump sin importar cuán despreciable, peligrosa o caprichosa pueda ser su conducta es tabú. Dicen sus defensores que estos votantes no entienden quién es Trump ni la amenaza que representa, sólo responden a motivos de queja legítimos (por ejemplo la inseguridad económica).
Aunque esta explicación tiene algún mérito, puede que una buena parte del electorado de Trump esconda en realidad algo más siniestro. Tal vez muchos de ellos quieren ver a las instituciones de su país destruidas. No temen el peligro de Trump para la democracia y el Estado de Derecho; en vez de eso, lo ven como la bola de derribo que estaban esperando.
Es verdad que los votantes de Trump tal vez no quieran que cumpla todas sus amenazas. Pero en vez de verlas como motivo para no apoyarlo, desestiman su retórica incendiaria cual mera hipérbole. En cualquier caso, razonan, esas exageraciones demuestran que Trump es un hombre del pueblo, no otro político experimentado que hace bien calibradas declaraciones acordadas por un equipo de estrategas políticos. Es la lógica chata del creyente ciego: totalmente incoherente y casi imposible de discutir.
BLACK FRIDAY SALE: Subscribe for as little as $34.99
Subscribe now to gain access to insights and analyses from the world’s leading thinkers – starting at just $34.99 for your first year.
Subscribe Now
También influye el hecho de que muchos de los seguidores de Trump compartan en secreto (o en forma cada vez más abierta) sus peores instintos. ¿Es racista? Muchos estadounidenses blancos están hartos de que se hable de «privilegio blanco», y aún más hartos de los inmigrantes que supuestamente se cuelan por la frontera para quitarles trabajos y vivir a costa de sus impuestos. ¿Es un misógino? Muchos de sus votantes jóvenes masculinos se sienten superados o rechazados por las mujeres y les gusta la idea de recordarles «su lugar». ¿Amenaza castigar a los «enemigos internos»? La respuesta es obvia: son enemigos.
Los seguidores de Trump también desestiman las otras críticas. Los expertos que advierten que los planes de Trump serán muy costosos para la economía estadounidense no aprecian su excepcional perspicacia para los negocios. Quienes ponen la lupa en sus maniobras para enriquecerse y enriquecer a su familia (su yerno, Jared Kushner, recaudó miles de millones de dólares en Arabia Saudita para su fondo de inversión) exageran la escala y el impacto de esos negocios.
En cuanto a la vulgaridad de Trump, no vale la pena hablar de ella; al parecer ni siquiera preocupa a sus partidarios evangélicos. Puede fingir una felación con el micrófono en un acto de campaña, pero Dios lo ha elegido para actuar a la manera de un moderno Ciro: así como el rey persa liberó a los judíos de la cautividad babilónica, la misión divina de Trump es liberar a los cristianos (blancos) de la «prisión» del Estados Unidos moderno y recrear el país como bastión de los valores evangélicos. Sin duda fue la mano de Dios la que hace unos meses desvió la bala del asesino.
Para convertir a los votantes a su religión corrupta, a Trump no le faltó ayuda. Fox News, la muy rentable máquina de propaganda de Rupert Murdoch, se dedicó a distorsionar el discurso y propiciar el escándalo. Las grandes redes sociales abandonaron casi cualquier intento de combatir la desinformación (y en el caso de X, de Elon Musk, el abandono fue total).
Los multimillonarios de la tecnología también han dado un apoyo más directo al ascenso de Trump (Musk fue su segundo mayor patrocinador financiero en esta campaña), en la esperanza de aprovechar una oleada desreguladora. (Las acciones de Tesla ya han subido). Estos titanes tecnológicos, junto con poderosas figuras de Wall Street como Jamie Dimon, son el equivalente estadounidense moderno de los directivos empresariales alemanes que pensaron que podían controlar a Adolf Hitler.
Pero los republicanos que acompañan a Trump no se hacen esas ilusiones; tal vez por eso hasta los que alguna vez intentaron hacerle frente hoy se le han rendido. La exgobernadora de Carolina del Sur, Nikki Haley, le plantó un desafío formidable en las primarias republicanas, y terminó dándole su apoyo en cuanto abandonó la contienda, tal vez para salvar su propia carrera política.
Y luego están los políticos republicanos cobardes que han ayudado a Trump a salir indemne de haber incitado a sus seguidores a atacar el Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Al día siguiente, parecía que figuras como los senadores Mitch McConnell y Lindsey Graham por fin estaban dispuestos a darle la espalda. Pero unos días después se negaron a votar su destitución. Y cuando Trump lanzó su campaña para la candidatura del partido este año, enseguida se alinearon.
Nadie quiere llevarle la contraria a un dictador. Y en vista del fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos que otorga al presidente inmunidad casi total contra cualquier proceso penal, Trump será lisa y llanamente eso: un dictador. Si quiere imponerle enormes aranceles a China, o retirarse de la OTAN, o arrojar a los inmigrantes a campos de detención, lo hará. Y lo mismo vale si hablamos de castigar a quienes lo hayan desafiado.
¿Cómo se llegó a esto? La mayoría de los estadounidenses blancos han perdido la fe en su país. Miembros de la codiciosa élite empresarial han obtenido una capacidad irrestricta para influir en la política usando sus plataformas y sus billeteras. Y los políticos republicanos han sacrificado su integridad, y la democracia estadounidense, en el altar del poder.
Traducción: Esteban Flamini