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El capitalismo asesino de Estados Unidos

PRINCETON – Un gran fracaso del capitalismo estadounidense contemporáneo es que no está beneficiando a nadie. La minoría educada –el tercio de la población adulta con título universitario- ha prosperado, pero el resto ha perdido, no en términos relativos sino absolutos. Los hechos son cada vez más claros e imposibles de pasar por alto. Las perspectivas de los estadounidenses con menos formación son peores: están perdiendo en términos materiales, tienen que soportar más dolor y aislamiento social, y sus vidas se están volviendo más cortas.

Después de 1970, el motor del progreso estadounidense comenzó a tambalear. Desde principios de la década de 1980, el crecimiento económico se ralentizó y lo que una vez fue una distribución en gran medida igualitaria comenzó a concentrarse en los niveles más altos. El importante trabajo de los economistas Thomas Piketty y Emmanuel Saez con los registros tributarios estadounidenses muestra lo bien que lo han hecho quienes están en la cima de la pirámide.

Si bien muchos comentaristas con cálculos alternativos han cuestionado la extensión de la desigualdad del ingreso, ninguno ha podido desmentir la tendencia. Otros argumentan que no es causa de inquietud, siempre y cuando todos prosperen. Para ellos, la evidencia de la caída de los indicadores materiales es un reto más serio. Entre los varones sin título universitario, los salarios reales medios (ajustados a la inflación) han sufrido un declive constante por más de 50 años, con interrupciones durante los periodos de auge económico, pero nunca recuperándose lo suficiente como para volver al punto máximo previo. Incluso en el punto álgido del auge inmediatamente anterior a la pandemia del COVID-19, los salarios medios eran inferiores a los de cualquier momento de los años 80.

Los críticos arguyen que estos datos excluyen distintos beneficios laborales, como el seguro de salud provisto por el empleador. Sin embargo, el extraordinario aumento del coste de esos beneficios contribuye al declive de los salarios y a la destrucción de empleos para las personas con menos formación. Incluir estos beneficios en el análisis es como asaltar a alguien y cobrarle el coste del ataque.

Nuestros hallazgos sobre las “muertes por desesperanza” ponen otra mella al argumento de que los estadounidenses empleados están floreciendo a pesar de la evidencia material en el sentido contrario. La muerte es mucho más fácil de medir que el ingreso real. En 1992, la expectativa de vida a la edad de 25 años era dos años y medio mayor para hombres y mujeres con un título universitario que para quienes no lo tenían. Para 2019, la brecha había aumentado a seis años y medio; de 2010 a 2018, la expectativa de vida a los 25 años cayó cada año para quienes no contaban con un título.

Las sobredosis accidentales por consumo de drogas son una parte importante de la historia. Más de la mitad del aumento de las muertes por desesperanza desde fines de los años 80 se debió a ellas. En ese periodo, cerca de 60.000 personas en Estados Unidos murieron a causa del consumo de drogas, alcohol y suicidios. Justo antes de la pandemia, las muertes anuales por desesperanza ascendían a la cifra de 170.000 –un aumento de más de 100.000 por año-, de las cuales la mayor proporción tenían sobredosis como causa, aunque menos de la mitad del total. Con poco más de la mitad del aumento debido a sobredosis, tal vez sea cierto que EE.UU. sufre una epidemia, no de desesperanza, sino de sobredosis de consumo de drogas. Es algo que las sociedades a lo largo de la historia han tenido que sufrir, y sin duda tendrán que seguir sufriendo.

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¿Drogas o desesperanza?

La distinción importa. Si las muertes son “solo” por sobredosis, la responsabilidad se puede atribuir a unas pocas compañías y distribuidoras farmacéuticas insuficientemente reguladas. No habría nada fundamentalmente erróneo en la sociedad y, ciertamente, no existirían señales de un defecto profundo en la manera en que funciona el capitalismo estadounidense contemporáneo. En contraste, la desesperanza es una enfermedad de los estadounidenses de clase trabajadora –gente sin un título académico- cuyas oportunidades de empleo, matrimonios e instituciones sociales y económicas se han debilitado a lo largo de los últimos 50 años. La historia de la epidemia de consumo de drogas es la de unas cuantas manzanas podridas. La interpretación de la desesperanza describe una sociedad que no beneficia a grandes cantidades de personas y las relega en la práctica a ser ciudadanos de segunda categoría.

Muchas señales apuntan a una epidemia de desesperanza entre los estadounidenses que no tienen título universitario. Año tras año suben los indicadores de mala salud mental para este grupo. Han experimentado un ampliamente documentado aumento del dolor, un problema tan serio entre las cohortes nacidas más recientemente que los estadounidenses de edad mediana informan ahora que sufren más dolor que la gente de la tercera edad, algo que no sucede en Europa.

Las epidemias de consumo de drogas no son como las plagas de langostas o los terremotos. Afligen a sociedades que ya están en problemas. Piénsese el caso de China en la década de 1840. Nada ni nadie pueden disculpar la depredación de los comerciantes escoceses de opio William Jardine y James Matheson, ni la decisión del Primer Ministro británico Lord Melbourne de enviar a la armada para respaldarles. Pero hay pocas dudas de que el avanzado estado de desintegración del Imperio Qing fue una precondición para la epidemia de los opioides que le siguió.

En cuanto a los Estados Unidos, la epidemia de opioides anterior más importante fue durante y después la Guerra Civil. Y, a una escala más pequeña, hubo un uso generalizado de opio y heroína por parte de las tropas estadounidenses en Vietnam. La mayor parte de estas adicciones desapareció cuando los soldados salieron de estar tremendamente aburridos a medio planeta de distancia a llevar vidas significativas y bien sostenidas en casa. El hecho de que la actual escalada de muertes por drogas se concentre casi exclusivamente en personas sin título universitario nos habla de que, como en la China del siglo diecinueve, la desesperanza y la desintegración han sido las precondiciones que dieron a los proveedores el asidero que necesitaban. (Y si la familia Sackler logra mantener los $4 mil millones de sus malhabidas ganancias por fabricar OxyContin, y ninguno de sus integrantes termina en la cárcel, sin duda habrá otros episodios).

Tal vez lo más revelador sea lo que ha sucedido con las tasas de suicidio. Mientras el sociólogo francés de fin de siècle Emile Durkheim pensaba que las personas con formación tenían más probabilidades de suicidarse, las tasas estadounidenses actuales son más altas entre quienes no tienen un grado de licenciatura.

En contraste, las tasas de suicidio mundiales han ido cayendo en las dos últimas décadas, lo que incluye a la Unión Europea y otros países de altos ingresos. Incluso Japón y Finlandia, países ricos que por largo tiempo tenían altos índices de suicidio, hoy tienen tasas menores que las de EE.UU. También en Rusia ha habido descensos particularmente acusados –con una reducción a la mitad desde el 2000-, así como en otros países de la ex Unión Soviética. Si bien Rusia sigue teniendo una tasa de suicidios más alta que EE.UU., este último está próximo a recordar antiguos puntos candentes en este tema.

El aumento de las tasas de suicidio difícilmente indica una democracia capitalista floreciente. En principio, no hay nada malo con el capitalismo, pero sí lo hay en la versión que predomina hoy en los Estados Unidos.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

https://prosyn.org/Yri0YvXes