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Occidente debería evitar un Nagorno-Karabaj

TEL AVIV – Al igual que las guerras civiles, los conflictos étnicos y religiosos suelen terminar de una manera: con la derrota total de una de las partes. Estos enfrentamientos despiertan pasiones tan intensas que los acuerdos de paz son extremadamente difíciles de negociar y, cuando se alcanzan, son fundamentalmente frágiles, prácticamente imposibles de aplicar y con muchas probabilidades de colapsar. La guerra por Nagorno-Karabaj –un enclave de unos 120.000 armenios cristianos dentro del territorio de Azerbaiyán, de mayoría musulmana– no es una excepción.

A finales de los años 1980 y principios de los 90, Nagorno-Karabaj fue el escenario de una sangrienta campaña de limpieza étnica mutua. En las décadas posteriores, a pesar de una mediación interminable y una serie de propuestas de paz, las tensiones han ido latentes y de vez en cuando desembocan en violencia. En 2020, miles de personas murieron en seis semanas brutales de combates.

Pero a finales de septiembre, Azerbaiyán recuperó el control del territorio con una ofensiva militar de 24 horas, que llevó al presidente de la autoproclamada república, Samvel Shahramanyan, a firmar un decreto que disolvía las instituciones estatales. A partir del próximo año, afirma el decreto, la República de Nagorno-Karabaj –conocida por los armenios como República de Artsaj– “dejará de existir”. Prácticamente todos los habitantes del enclave ya han huido a Armenia.

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