NEW YORK – Los lectores de The Economist y otras publicaciones tan augustas se han encontrado en los últimos años con un informe tras otro que lamenta, celebra o analiza fríamente la desaparición del neoliberalismo. Se podría pensar que la marea ha cambiado y que las alternativas socialdemócratas al evangelio de los “libres mercados” han ganado suficiente terreno intelectual y legislativo para convertirse en sabiduría convencional.
Ciertamente parece como si la izquierda hubiera estado ganando lo que el filósofo marxista italiano Antonio Gramsci llamó la “guerra de posición”, mediante la cual cambiar cómo se experimenta el mundo a través del lenguaje del “sentido común” cambia la realidad política (al menos donde la mayoría gobierna y el consentimiento de los gobernados determina las posibilidades políticas). En Estados Unidos, Occupy Wall Street, Black Lives Matter, #MeToo, Bernie Sanders, la “gran renuncia”, la rehabilitación de la política industrial y el nuevo sindicalismo realmente han cambiado la forma en que los estadounidenses perciben el papel de los mercados.
Del mismo modo, durante la pandemia de COVID-19, la cuestión de la desigualdad encontró respuestas en la forma de redistribución del ingreso, mientras que nuevas ideas sobre el empleo y la educación alteraron fundamentalmente el pensamiento dominante. Y en la década anterior, un sistema de salud y un mercado laboral quebrados hicieron que Medicare para Todos y un gasto gubernamental masivo en infraestructura o un New Deal Verde parecieran soluciones obvias para mayorías sustanciales de estadounidenses.
Al mismo tiempo, los ataques de la Corte Suprema a los derechos reproductivos, el alcance regulatorio del estado y el punto de vista de la ciudadanía han producido una reacción ideológica que ha reanimado el “progresismo” y ha salvado la posición del Partido Demócrata a nivel estatal. Mientras tanto, las encuestas de Pew Research han confirmado que, contrariamente a la opinión generalizada, los votantes más jóvenes no están avanzando bien al ingresar al mercado laboral e intentar ganarse la vida: los sindicatos y el socialismo nunca han sido tan populares, ni siquiera en la legendaria década de 1930.
En conjunto, estas tendencias ideológicas, al menos tal como podemos medirlas mediante encuestas y votaciones, explican tanto la retórica histérica de la derecha respecto del aparente advenimiento del socialismo en Estados Unidos como las sobrias reflexiones de The Economist con respecto a la inminente desaparición del libre mercado. Parece que estamos al borde de un cambio radical.
Pero si la izquierda ha ganado la guerra de posición, la “guerra de maniobra” –la contienda por el control del aparato estatal, que Gramsci creía que sería un efecto de la guerra de posición– no se ha retirado al basurero de la historia más que la idea del libre mercado. En cambio, los movimientos sociales conservadores y abiertamente reaccionarios, animados en su mayoría por el deseo de restablecer el patriarcado y sabiendo muy bien que están librando una batalla de retaguardia, han utilizado su acceso al poder estatal para controlar la opinión pública.
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El ejemplo de Florida, donde el gobernador Ron DeSantis ha utilizado la legislatura estatal para montar un ataque frontal tanto al sector público como al privado de la industria cultural –Disney World y la educación– es sólo el más atroz. En otros lugares, la manipulación electoral y la búsqueda despiadada de legislación para colocar la política “conservadora” más allá del alcance del gobierno de la mayoría, el fallo judicial o el veto ejecutivo han demostrado ser suficientes para la tarea del gobierno de la minoría.
Esa realidad socava la afirmación –en la que siempre insistieron los padres fundadores del neoliberalismo, Friedrich von Hayek y Milton Friedman– de que el libre mercado no sólo es compatible con la democracia sino que es su condición necesaria. Después de todo, independientemente de lo que el Partido Republicano de Donald Trump esté vendiendo estos días, la libertad empresarial siempre está en lo más alto de la agenda. En esto están de acuerdo los “deplorables” y los vaqueros multimillonarios, al igual que los electores de Wall Street de las administraciones de Clinton, Obama y Biden, por muy “despiertos” que puedan estar. La idea del libre mercado libres está viva y coleando.
Si la democracia nunca fue preocupación de los neoliberales, no podemos esperar que los rebeldes descendientes del credo tengan miedo o se avergüencen de gobernar en nombre de una minoría. Los arquitectos del edificio neoliberal siempre trataron el tradicional compromiso estadounidense con la libertad y la igualdad como una contradicción en los términos. Para ellos, la libertad es libertad de contratación, lo que presupone mercados libres. Por lo tanto, cualquier intento de regular los mercados en nombre de la igualdad de oportunidades es una amenaza a la libertad de contratación y debe oponerse o prohibirse.
El uso del poder estatal para regular los temas más privados –para supervisar el despliegue de los cuerpos de las mujeres, por ejemplo, o para dictar creencias religiosas– no es evidencia de “hipocresía” por parte de legisladores de derecha armados con argumentos neoliberales. Tampoco lo son sus denodados esfuerzos por limitar el acceso igualitario a las urnas o impedir la sindicalización. Porque si los medios para lograr la igualdad amenazan con el fin de la libertad de contratación, no pueden ser tolerados, incluso si la igualdad promueve una política más democrática.
Los neoliberales entre nosotros saben, en este sentido, que los mercados nunca han sido libres y que la democracia siempre ha estado a merced de quienes los han creado, fortalecido y administrado haciendo de la designación y protección de la propiedad privada la máxima prioridad de sus asuntos legales. En Estados Unidos, los derechos de propiedad siempre han tenido prioridad sobre los derechos de las personas, a pesar de los esfuerzos de los fundadores por equilibrarlos al diseñar una república para todas las épocas. Por eso es posible prohibir una huelga solicitándolo a un juez, pero no la fuga de capitales: mientras que la primera amenaza el valor de la propiedad tal como la designa ahora la ley, la segunda no.
La guerra de posiciones y la guerra de maniobras han demostrado que la cuestión no es cómo, sino si el libre mercado puede servir a la causa de la democracia. Mientras que el establishment del Partido Demócrata, todavía esclavo de sus propios supuestos neoliberales, quiere desesperadamente evitar el tema, al Partido Republicano de Trump no parece importarle en un sentido u otro. Al resto de nosotros probablemente sí nos preocupa.
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While "globalization" typically conjures images of long-distance trade and migration, the concept also encompasses health, the climate, and other forms of international interdependence. The perverse irony is that an anti-globalist America may end up limiting the beneficial forms while amplifying the harmful ones.
worries that we will end up with only harmful long-distance dependencies, rather than beneficial ones.
Though Donald Trump attracted more support than ever from working-class voters in the 2024 US presidential election, he has long embraced an agenda that benefits the wealthiest Americans above all. During his second term, however, Trump seems committed not just to serving America’s ultra-rich, but to letting them wield state power themselves.
Given the United Kingdom’s poor investment performance over the past 30 years, any government would need time and luck to turn things around. For so many critics and commentators to trash the current government’s growth agenda before it has even been launched is counterproductive, if not dangerous.
sees promise in the current government’s economic-policy plan despite its imperfections.
NEW YORK – Los lectores de The Economist y otras publicaciones tan augustas se han encontrado en los últimos años con un informe tras otro que lamenta, celebra o analiza fríamente la desaparición del neoliberalismo. Se podría pensar que la marea ha cambiado y que las alternativas socialdemócratas al evangelio de los “libres mercados” han ganado suficiente terreno intelectual y legislativo para convertirse en sabiduría convencional.
Ciertamente parece como si la izquierda hubiera estado ganando lo que el filósofo marxista italiano Antonio Gramsci llamó la “guerra de posición”, mediante la cual cambiar cómo se experimenta el mundo a través del lenguaje del “sentido común” cambia la realidad política (al menos donde la mayoría gobierna y el consentimiento de los gobernados determina las posibilidades políticas). En Estados Unidos, Occupy Wall Street, Black Lives Matter, #MeToo, Bernie Sanders, la “gran renuncia”, la rehabilitación de la política industrial y el nuevo sindicalismo realmente han cambiado la forma en que los estadounidenses perciben el papel de los mercados.
Del mismo modo, durante la pandemia de COVID-19, la cuestión de la desigualdad encontró respuestas en la forma de redistribución del ingreso, mientras que nuevas ideas sobre el empleo y la educación alteraron fundamentalmente el pensamiento dominante. Y en la década anterior, un sistema de salud y un mercado laboral quebrados hicieron que Medicare para Todos y un gasto gubernamental masivo en infraestructura o un New Deal Verde parecieran soluciones obvias para mayorías sustanciales de estadounidenses.
Al mismo tiempo, los ataques de la Corte Suprema a los derechos reproductivos, el alcance regulatorio del estado y el punto de vista de la ciudadanía han producido una reacción ideológica que ha reanimado el “progresismo” y ha salvado la posición del Partido Demócrata a nivel estatal. Mientras tanto, las encuestas de Pew Research han confirmado que, contrariamente a la opinión generalizada, los votantes más jóvenes no están avanzando bien al ingresar al mercado laboral e intentar ganarse la vida: los sindicatos y el socialismo nunca han sido tan populares, ni siquiera en la legendaria década de 1930.
En conjunto, estas tendencias ideológicas, al menos tal como podemos medirlas mediante encuestas y votaciones, explican tanto la retórica histérica de la derecha respecto del aparente advenimiento del socialismo en Estados Unidos como las sobrias reflexiones de The Economist con respecto a la inminente desaparición del libre mercado. Parece que estamos al borde de un cambio radical.
Pero si la izquierda ha ganado la guerra de posición, la “guerra de maniobra” –la contienda por el control del aparato estatal, que Gramsci creía que sería un efecto de la guerra de posición– no se ha retirado al basurero de la historia más que la idea del libre mercado. En cambio, los movimientos sociales conservadores y abiertamente reaccionarios, animados en su mayoría por el deseo de restablecer el patriarcado y sabiendo muy bien que están librando una batalla de retaguardia, han utilizado su acceso al poder estatal para controlar la opinión pública.
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El ejemplo de Florida, donde el gobernador Ron DeSantis ha utilizado la legislatura estatal para montar un ataque frontal tanto al sector público como al privado de la industria cultural –Disney World y la educación– es sólo el más atroz. En otros lugares, la manipulación electoral y la búsqueda despiadada de legislación para colocar la política “conservadora” más allá del alcance del gobierno de la mayoría, el fallo judicial o el veto ejecutivo han demostrado ser suficientes para la tarea del gobierno de la minoría.
Esa realidad socava la afirmación –en la que siempre insistieron los padres fundadores del neoliberalismo, Friedrich von Hayek y Milton Friedman– de que el libre mercado no sólo es compatible con la democracia sino que es su condición necesaria. Después de todo, independientemente de lo que el Partido Republicano de Donald Trump esté vendiendo estos días, la libertad empresarial siempre está en lo más alto de la agenda. En esto están de acuerdo los “deplorables” y los vaqueros multimillonarios, al igual que los electores de Wall Street de las administraciones de Clinton, Obama y Biden, por muy “despiertos” que puedan estar. La idea del libre mercado libres está viva y coleando.
Si la democracia nunca fue preocupación de los neoliberales, no podemos esperar que los rebeldes descendientes del credo tengan miedo o se avergüencen de gobernar en nombre de una minoría. Los arquitectos del edificio neoliberal siempre trataron el tradicional compromiso estadounidense con la libertad y la igualdad como una contradicción en los términos. Para ellos, la libertad es libertad de contratación, lo que presupone mercados libres. Por lo tanto, cualquier intento de regular los mercados en nombre de la igualdad de oportunidades es una amenaza a la libertad de contratación y debe oponerse o prohibirse.
El uso del poder estatal para regular los temas más privados –para supervisar el despliegue de los cuerpos de las mujeres, por ejemplo, o para dictar creencias religiosas– no es evidencia de “hipocresía” por parte de legisladores de derecha armados con argumentos neoliberales. Tampoco lo son sus denodados esfuerzos por limitar el acceso igualitario a las urnas o impedir la sindicalización. Porque si los medios para lograr la igualdad amenazan con el fin de la libertad de contratación, no pueden ser tolerados, incluso si la igualdad promueve una política más democrática.
Los neoliberales entre nosotros saben, en este sentido, que los mercados nunca han sido libres y que la democracia siempre ha estado a merced de quienes los han creado, fortalecido y administrado haciendo de la designación y protección de la propiedad privada la máxima prioridad de sus asuntos legales. En Estados Unidos, los derechos de propiedad siempre han tenido prioridad sobre los derechos de las personas, a pesar de los esfuerzos de los fundadores por equilibrarlos al diseñar una república para todas las épocas. Por eso es posible prohibir una huelga solicitándolo a un juez, pero no la fuga de capitales: mientras que la primera amenaza el valor de la propiedad tal como la designa ahora la ley, la segunda no.
La guerra de posiciones y la guerra de maniobras han demostrado que la cuestión no es cómo, sino si el libre mercado puede servir a la causa de la democracia. Mientras que el establishment del Partido Demócrata, todavía esclavo de sus propios supuestos neoliberales, quiere desesperadamente evitar el tema, al Partido Republicano de Trump no parece importarle en un sentido u otro. Al resto de nosotros probablemente sí nos preocupa.