HAMBURGO – La dura sentencia dictada contra el expresidente francés Nicolas Sarkozy, condenado por tráfico de influencias, confirma nuevamente una antigua verdad de la política. Aún en las democracias más afianzadas del mundo la corrupción sigue siendo una maldición.
El poder siempre atrae al poder. Su magia es superior a la de los sobornos, los poderosos no tienen que mostrar la billetera. Quinientos años antes del veredicto contra Sarkozy, Maquiavelo declaró en sus Discursos que «El oro por sí mismo no consigue buenos soldados, pero los buenos soldados siempre conseguirán oro». En otras palabras, los golpes le ganan al efectivo.
El poder es, entonces, la moneda más sólida en la política y crea tentaciones que no se puede exorcizar, pero hay que contenerlas y controlarlas. Por eso las democracias diseñaron una intrincada separación de poderes. Sobre todo, una justicia independiente (algo por lo cual los déspotas no tienen que preocuparse). La condena a prisión por tres años dictada contra Sarkozy, quien entre 2007 y 2012 fue la persona más poderosa de Francia, muestra que el sistema está funcionando de acuerdo con su diseño.
La señal que envió el tribunal parisino llegó en un momento perfecto. La oscuridad supuestamente se cierne sobre la democracia por doquier. Se dice que la pandemia de la COVID-19 afectó la separación de los poderes y sesgó el equilibrio hacia un poder ejecutivo avaro, que amenaza la libertad en nombre de la seguridad. ¿No son los confinamientos el primer paso hacia la servidumbre?
Por otra parte, el autoritarismo prolifera en Europa del Este y los hombres fuertes gobiernan desde Budapest hasta Pekín, pasando por Brasilia. Incluso en Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, el expresidente Donald Trump pasó cuatro años atacando al poder judicial (y amañándolo), e incitó una violenta insurrección en el Capitolio, sede del Congreso de EE. UU.
Con este telón de fondo el veredicto contra Sarkozy (que él apelará) envía un mensaje reconfortante en épocas difíciles. El fiscal financiero en jefe, Jean-François Bohnert, destacó el significado simbólico de un caso que implica a un «expresidente de la República que en algún momento fue garante de un poder judicial independiente». Como detalló el tribunal en su dictamen, Sarkozy «usó su cargo de expresidente [...] para recompensar a un magistrado por brindarle beneficios personales».
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Sarkozy no es el primer presidente o funcionario de alto rango francés en pasar por el banquillo. Jacques Chirac, presidente entre 1995 y 2007, fue condenado en 2011 por mal uso de fondos públicos mientras era alcalde de París. François Fillon, ex primer ministro de Sarkozy, fue sentenciado en junio pasado a cinco años de prisión (tres en suspenso) por malversación de fondos. Christine Lagarde, que ahora dirige el Banco Central Europeo, fue declarada culpable de «negligencia en el uso del erario público» mientras era ministra de finanzas durante la presidencia de Sarkozy. Jérôme Cahuzac, el ministro de Presupuesto del presidente François Hollande, fue sentenciado en 2016 a tres años de prisión por fraude fiscal.
Ahora, la frecuencia de esos delitos —y no solo en Francia— sugiere un patrón deprimente: la erosión progresiva de la confianza pública en el mundo occidental. Estos incidentes alientan las sospechas de que los políticos usan su poder para beneficiarse a sí mismos o a sus partidos; de allí la interminable cadena de escándalos financieros durante las campañas, que sacuden a una democracia tras otra.
En realidad, los ciudadanos no debieran sentirse mal. De este lado de los países neoautoritarios como Hungría y Polonia, la nave democrática del Estado no se hunde, sino que avanza, sin importar cuán fuertes sean los vientos en contra. El Estado de derecho y la separación de poderes, consagrados en todas las constituciones occidentales, siguen firmes, incluso en épocas peligrosas cuando las catástrofes económicas y sanitarias atormentan el alma, y fortalecen el control de un Estado que funciona como sostén de todo.
De hecho, los votantes se han tornado más sensibles a las fechorías en los altos cargos. Es plausible suponer que durante la Cuarta República Francesa (1946-58), ni que hablar de la Tercera (1870-1940), los ex jefes de gobierno no hubieran recibido una condena de tres años en prisión. La transparencia y la rendición de cuentas son el nuevo grito de batalla en la arena democrática.
Pensemos en Italia, conocida como la tierra del arrangiarsi: el arte de arreglárselas, de tener cintura. Sin embargo, Silvio Berlusconi, primer ministro durante tres períodos, fue acusado docenas de veces. Finalmente, en 2012, fue sentenciado a cuatro años por evasión fiscal... mejor tarde que nunca.
Y luego tenemos a Trump —heredero de Berlusconi al puesto de populista en jefe del mundo— quien trató de intimidar y aventajar al poder judicial y al Congreso. Sin embargo, cuando la democracia estuvo en juego, como ocurrió en los meses después de la elección presidencial de 2020, hasta aquellos a quienes designó en la Corte Suprema fallaron en su contra. La ocupación del Capitolio por sus partidarios el 6 de enero demoró brevemente, pero no alteró, la confirmación por el Congreso de la elección de Joe Biden como presidente. Las instituciones fueron más poderosas que la turba.
Desde Francia hasta Estados Unidos, los países democráticos están afirmando un principio fundamental: el gobierno se rige por la ley, no por personas. Ese es el mensaje de nuestro tiempo que debiera tranquilizar a las Casandras que creen que el despotismo está de buena racha. Hay quienes se quejan de que Sarkozy, si rechazan su apelación, solo tendrá que cumplir un año de condena (y desde la comodidad de su hogar, solo custodiado por un brazalete electrónico).
Sin embargo, la mayor lección de este drama de crimen y castigo es la supremacía del derecho, que se retrotrae a la Carta Magna inglesa de 1215. Sus 63 cláusulas se reducen a un único mandamiento: nadie está por encima de la ley.
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Less than two months into his second presidency, Donald Trump has imposed sweeping tariffs on America’s three largest trading partners, with much more to come. This strategy not only lacks any credible theoretical foundations; it is putting the US on a path toward irrevocable economic and geopolitical decline.
Today's profound global uncertainty is not some accident of history or consequence of values-free technologies. Rather, it reflects the will of rival great powers that continue to ignore the seminal economic and social changes underway in other parts of the world.
explains how Malaysia and other middle powers are navigating increasingly uncertain geopolitical terrain.
HAMBURGO – La dura sentencia dictada contra el expresidente francés Nicolas Sarkozy, condenado por tráfico de influencias, confirma nuevamente una antigua verdad de la política. Aún en las democracias más afianzadas del mundo la corrupción sigue siendo una maldición.
El poder siempre atrae al poder. Su magia es superior a la de los sobornos, los poderosos no tienen que mostrar la billetera. Quinientos años antes del veredicto contra Sarkozy, Maquiavelo declaró en sus Discursos que «El oro por sí mismo no consigue buenos soldados, pero los buenos soldados siempre conseguirán oro». En otras palabras, los golpes le ganan al efectivo.
El poder es, entonces, la moneda más sólida en la política y crea tentaciones que no se puede exorcizar, pero hay que contenerlas y controlarlas. Por eso las democracias diseñaron una intrincada separación de poderes. Sobre todo, una justicia independiente (algo por lo cual los déspotas no tienen que preocuparse). La condena a prisión por tres años dictada contra Sarkozy, quien entre 2007 y 2012 fue la persona más poderosa de Francia, muestra que el sistema está funcionando de acuerdo con su diseño.
La señal que envió el tribunal parisino llegó en un momento perfecto. La oscuridad supuestamente se cierne sobre la democracia por doquier. Se dice que la pandemia de la COVID-19 afectó la separación de los poderes y sesgó el equilibrio hacia un poder ejecutivo avaro, que amenaza la libertad en nombre de la seguridad. ¿No son los confinamientos el primer paso hacia la servidumbre?
Por otra parte, el autoritarismo prolifera en Europa del Este y los hombres fuertes gobiernan desde Budapest hasta Pekín, pasando por Brasilia. Incluso en Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, el expresidente Donald Trump pasó cuatro años atacando al poder judicial (y amañándolo), e incitó una violenta insurrección en el Capitolio, sede del Congreso de EE. UU.
Con este telón de fondo el veredicto contra Sarkozy (que él apelará) envía un mensaje reconfortante en épocas difíciles. El fiscal financiero en jefe, Jean-François Bohnert, destacó el significado simbólico de un caso que implica a un «expresidente de la República que en algún momento fue garante de un poder judicial independiente». Como detalló el tribunal en su dictamen, Sarkozy «usó su cargo de expresidente [...] para recompensar a un magistrado por brindarle beneficios personales».
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Sarkozy no es el primer presidente o funcionario de alto rango francés en pasar por el banquillo. Jacques Chirac, presidente entre 1995 y 2007, fue condenado en 2011 por mal uso de fondos públicos mientras era alcalde de París. François Fillon, ex primer ministro de Sarkozy, fue sentenciado en junio pasado a cinco años de prisión (tres en suspenso) por malversación de fondos. Christine Lagarde, que ahora dirige el Banco Central Europeo, fue declarada culpable de «negligencia en el uso del erario público» mientras era ministra de finanzas durante la presidencia de Sarkozy. Jérôme Cahuzac, el ministro de Presupuesto del presidente François Hollande, fue sentenciado en 2016 a tres años de prisión por fraude fiscal.
Ahora, la frecuencia de esos delitos —y no solo en Francia— sugiere un patrón deprimente: la erosión progresiva de la confianza pública en el mundo occidental. Estos incidentes alientan las sospechas de que los políticos usan su poder para beneficiarse a sí mismos o a sus partidos; de allí la interminable cadena de escándalos financieros durante las campañas, que sacuden a una democracia tras otra.
En realidad, los ciudadanos no debieran sentirse mal. De este lado de los países neoautoritarios como Hungría y Polonia, la nave democrática del Estado no se hunde, sino que avanza, sin importar cuán fuertes sean los vientos en contra. El Estado de derecho y la separación de poderes, consagrados en todas las constituciones occidentales, siguen firmes, incluso en épocas peligrosas cuando las catástrofes económicas y sanitarias atormentan el alma, y fortalecen el control de un Estado que funciona como sostén de todo.
De hecho, los votantes se han tornado más sensibles a las fechorías en los altos cargos. Es plausible suponer que durante la Cuarta República Francesa (1946-58), ni que hablar de la Tercera (1870-1940), los ex jefes de gobierno no hubieran recibido una condena de tres años en prisión. La transparencia y la rendición de cuentas son el nuevo grito de batalla en la arena democrática.
Pensemos en Italia, conocida como la tierra del arrangiarsi: el arte de arreglárselas, de tener cintura. Sin embargo, Silvio Berlusconi, primer ministro durante tres períodos, fue acusado docenas de veces. Finalmente, en 2012, fue sentenciado a cuatro años por evasión fiscal... mejor tarde que nunca.
Y luego tenemos a Trump —heredero de Berlusconi al puesto de populista en jefe del mundo— quien trató de intimidar y aventajar al poder judicial y al Congreso. Sin embargo, cuando la democracia estuvo en juego, como ocurrió en los meses después de la elección presidencial de 2020, hasta aquellos a quienes designó en la Corte Suprema fallaron en su contra. La ocupación del Capitolio por sus partidarios el 6 de enero demoró brevemente, pero no alteró, la confirmación por el Congreso de la elección de Joe Biden como presidente. Las instituciones fueron más poderosas que la turba.
Desde Francia hasta Estados Unidos, los países democráticos están afirmando un principio fundamental: el gobierno se rige por la ley, no por personas. Ese es el mensaje de nuestro tiempo que debiera tranquilizar a las Casandras que creen que el despotismo está de buena racha. Hay quienes se quejan de que Sarkozy, si rechazan su apelación, solo tendrá que cumplir un año de condena (y desde la comodidad de su hogar, solo custodiado por un brazalete electrónico).
Sin embargo, la mayor lección de este drama de crimen y castigo es la supremacía del derecho, que se retrotrae a la Carta Magna inglesa de 1215. Sus 63 cláusulas se reducen a un único mandamiento: nadie está por encima de la ley.
Traducción al español por Ant-Translation