La catástrofe ambiental de la guerra en el Líbano

En cualquier guerra, la mayor atención se centra en los muertos, los heridos y los desplazados. Según se informa, la cantidad de gente asesinada como consecuencia de la ofensiva de Israel en el Líbano mientras se escribe este texto es de aproximadamente 800 libaneses y 120 israelíes –una proporción habitual para los conflictos árabe-israelíes-. Las Naciones Unidas estiman que la cantidad de desplazados supera el millón, de los cuales aproximadamente 800.000 son libaneses.

Los daños a la infraestructura y al medio ambiente también se seguirán sintiendo una vez que cesen las hostilidades. Por supuesto, la infraestructura se puede reconstruir mucho más rápidamente de lo que se puede restaurar o recuperar el medio ambiente por sí solo. En el caso del Líbano, sin embargo, ambos están íntimamente asociados, ya que gran parte del daño ambiental se origina a partir de la destrucción de la infraestructura.

Como sucede en la mayoría de las guerras modernas, los derrames de petróleo son una de las formas de daño ambiental más visibles –y, por lo tanto, más comentadas-. Hasta que comenzó la guerra, las playas del Líbano eran unas de las más limpias del Mediterráneo. Hoy, en su gran mayoría, están cubiertas de petróleo. Para una especie rara de tortuga de mar, éstas son malas noticias, ya que los huevos depositados en la arena en esas mismas playas en la temporada anual de desove deberían empollarse precisamente en esta época del año. La cantidad total de petróleo vertida al mar hoy supera con creces las 100.000 toneladas.

Naturalmente, las cisternas de petróleo no son los únicos blancos y los sitios costeros no son las únicas regiones afectadas. Es demasiado pronto como para evaluar el daño causado por la liberación de otras sustancias químicas, menos visibles, pero se puede deducir, sin riesgo de equivocarse, que el agua que se extrae de la tierra estará contaminada durante mucho tiempo. Cuanto más seco el medio ambiente, peor el problema.

Es más, las bombas y las granadas no sólo hacen que se prendan fuego edificios, sino también pasto, arbustos y árboles. Por lo tanto, la cantidad de incendios de bosques y arbustos es mucho mayor que durante un verano normal. Peor aún, prácticamente no hay con qué combatirlos, ya que los recursos existentes para combatir los incendios se utilizan para intentar salvar vidas humanas. En consecuencia, los arbustos y los bosques se prenden fuego y así se reduce a diario la cantidad de cedros –un símbolo del Líbano, tanto como el águila calva lo es de Estados Unidos-, en un camino directo hacia la extinción. Se está perdiendo un ecosistema único.

También hubo informes, muchas más veces en Internet que en la prensa, sobre la desesperación de los médicos libaneses que, al no reconocer las heridas sufridas por los pacientes después de los ataques aéreos israelíes, describían lo que veían y les pedían ayuda a sus colegas de todo el mundo. Una de estas heridas, según se informó, se asemeja a una quemadura de segundo grado en grandes zonas del cuerpo donde el pelo queda intacto –lo cual no es una reacción característica al fuego y al calor-. Se sugirió que probablemente haya habido agentes que contenían algún ácido o álcali en los edificios destruidos en los bombardeos.

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Según esta teoría, este tipo de agentes se dispersaron después del ataque de un misil o una bomba y no estaban contenidos en las ojivas. Tal vez no se haya oído la última palabra. Basta con recordar el “síndrome de la Guerra del Golfo”, que surgió después del conflicto de 1991, y la polémica alrededor de lo que afectaba, si es que había algo, a los soldados norteamericanos, para entender lo difícil que puede ser responder a estos interrogantes antes de que haya transcurrido mucho tiempo del hecho.

El peor efecto ambiental para la salud quizá sea el que está más estrechamente vinculado con la destrucción de la infraestructura: la liberación de amianto. Como en muchas partes del mundo con climas tórridos, los edificios de departamentos y de oficinas en el Líbano utilizan amianto como aislante del calor. Esta ha sido una práctica habitual durante décadas y la mayoría de los edificios que se levantaron o se restauraron desde los últimos bombardeos de Israel en 1982 tienen amianto en grandes cantidades.

Cuando las bombas y los misiles las pulverizan, las fibras de amianto se liberan y pueden ser inhaladas con el resto del polvo. Los trajes de protección que la gente especialmente entrenada debe usar por ley en la Unión Europea o Estados Unidos cuando se demuele, reconstruye o repara cualquier edificio que contenga amianto subraya el riesgo de fibrosis pulmonar y cáncer de pulmón que sufren los libaneses que inhalan el polvo de las casas y las oficinas bombardeadas. De hecho, varias compañías norteamericanas se vieron obligadas a pagar decenas de miles de millones de dólares a ex empleados que trabajaban en contacto con amianto.

El Líbano no está en condiciones de pagar nada que se acerque a esta suma. Pero ésta es apenas una de las muchas deudas ambientales que, de alguna manera, tendrán que pagar las víctimas –si no algún otro- cuando cesen los combates.

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