VIENA/VARSOVIA – Las elites de los miembros centroeuropeos de la OTAN y del resto de la alianza debieran considerar al horroroso ataque ruso a Ucrania como un llamado de atención. Sin justificar la agresión rusa, debemos admitir que décadas de división política y decadencia institucional aportaron a la relativa debilidad del Estado ucraniano (debilidad que el presidente ruso Vladímir Putin está aprovechando despiadadamente). Mientras asisten a las víctimas y sancionan al atacante, los restantes países de la región debieran, además, prestar atención a las duras lecciones de la tragedia ucraniana.
Cuando Ucrania surgió del colapso de la Unión Soviética a principios de la década de 1990, era uno de los estados poscomunistas más prósperos en términos económicos. Su PBI per cápita (ajustado por su poder adquisitivo) superaba aproximadamente en un 20 % al de Polonia. Si eso se hubiera continuado hasta 2020 y la población ucraniana no hubiera caído un impresionante 15 %, la economía del país (nuevamente, en términos de su poder adquisitivo) sería casi dos tercios del tamaño de la rusa. Es posible que una Ucrania exitosa, democrática y con un ejército poderoso hubiera tenido posibilidades de ingresar a la OTAN durante la ventana de oportunidad que aprovecharon sus vecinos de Europa Central y las ex repúblicas bálticas soviéticas.
En lugar de ello, las tres décadas de independencia ucraniana estuvieran signadas por su estancamiento económico, profundas divisiones internas y reiterados flirteos con el autoritarismo, salpicados por admirables, pero turbulentos levantamientos de las partes prooccidentales de la sociedad. Mientras tanto, países de Europa Central como Polonia, Hungría y Rumania forjaron un amplio consenso interno sobre su deseo de unirse al Occidente democrático. Esa apuesta les ha retribuido espléndidamente: en una generación, la economía polaca casi se triplicó.
Desafortunadamente, desde 2010 los líderes democráticos anteriores se han ido deslizando hacia una trayectoria inquietantemente parecida a la que atrofió el crecimiento postsoviético ucraniano. En Hungría y Polonia los líderes autoritarios erosionaron metódicamente las instituciones democráticas con el único objetivo de crear barreras infranqueables para que los partidos de la oposición no puedan desafiarlos.
Aunque en Hungría y Polonia no existen las fracturas étnicas o religiosas que enfrenta Ucrania, los hombres fuertes de esos países —Víktor Orbán y Jarosław Kaczyński, respectivamente— se dedicaron a explotar y profundizar las divisiones ideológicas entre las poblaciones urbanas más progresistas de sus países y los ciudadanos rurales más conservadores. Los políticos e intelectuales liberales, al igual que los cada vez más escasos periodistas independientes, son ridiculizados rutinariamente y tildados de traidores, agentes de otros países y hasta de animales.
El lugar del consenso prooccidental para la política exterior de las décadas poscomunistas, Orbán y Kaczyński intensificaron la retórica antioccidental. En Hungría se empapelan frecuentemente las ciudades con afiches que advierten contra la maligna imposición de la voluntad de Bruselas sobre la nación húngara. Kaczyński, por su parte, suele usar la histeria nacionalista como arma contra Alemania, el principal aliado y socio comercial tradicional de Polonia. En sus momentos de reflexión, ambos líderes cavilan sobre «alternativas a la democracia liberal» que a menudo se parecen asombrosamente al sistema instituido por Putin. En una época en que una Unión Europea verdaderamente unida es fundamental, ambos países enfrentan sanciones parciales de la UE por sus violaciones al estado de derecho.
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En vez de invertir en una seguridad nacional apolítica y profesional, el gobierno polaco uso cínicamente a los militares y servicios de seguridad en intrigas internas. Las fuerzas de seguridad sufrieron numerosas purgas para eliminar a los supuestos simpatizantes de la oposición. Múltiples informes confirman que el gobierno usó el programa israelí Pegasus para espiar a las figuras líderes de la oposición. Hace tan solo unos pocos meses Kaczyński comprometió a las fuerzas armadas del país y cientos de millones de euros a una dura resistencia contra los desesperados refugiados de Medio Oriente depositados en la frontera polaca por el aliado de Putin, el presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko.
La crisis humanitaria resultante, que tuvo como resultado la muerte de varios refugiados, disparó la indignación justificada de muchos polacos y debilitó el consenso nacional sobre otra institución nacional fundamental: las fuerzas armadas.
Al igual que los hombres fuertes anteriores de Ucrania —Leonid Kuchma y Víktor Yanukóvich—, Kaczyński y Orbán están creando «estados mafiosos» de empresas dependientes, amañando la economía y debilitando las perspectivas de una mayor convergencia con Occidente. Sin embargo, la respuesta de Occidente ante la recaída democrática de Polonia y Hungría se centró principalmente en los problemas relacionados con el estado de derecho y su influencia sobre los desembolsos de la considerable asistencia para el desarrollo de la UE.
Esa respuesta es fundamental, pero insuficiente. Por su compromiso formal para defender a Europa Central a través de la OTAN, Occidente tiene mucho en juego con la reconciliación nacional en los países asolados por la polarización y el populismo. Es especialmente importante que esos países recuperen en sus élites el consenso necesario para la estabilidad institucional en esferas clave como la política exterior y la seguridad.
Las profundas divisiones ideológicas e identitarias exploradas por los populistas regresivos no son, por supuesto, una especialidad exclusiva de Europa Central, pero lo que para las democracias ricas, ya establecidas y distantes de la primera línea de la Segunda Guerra Fría puede constituir un problema grave, para los países centroeuropeos no es ni más ni menos que una amenaza existencial.
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South Korea's latest political crisis is further evidence that the 1987 constitution has outlived its usefulness. To facilitate better governance and bolster policy stability, the country must establish a new political framework that includes stronger checks on the president and fosters genuine power-sharing.
argues that breaking the cycle of political crises will require some fundamental reforms.
Among the major issues that will dominate attention in the next 12 months are the future of multilateralism, the ongoing wars in Ukraine and the Middle East, and the threats to global stability posed by geopolitical rivalries and Donald Trump’s second presidency. Advances in artificial intelligence, if regulated effectively, offer a glimmer of hope.
asked PS contributors to identify the national and global trends to look out for in the coming year.
VIENA/VARSOVIA – Las elites de los miembros centroeuropeos de la OTAN y del resto de la alianza debieran considerar al horroroso ataque ruso a Ucrania como un llamado de atención. Sin justificar la agresión rusa, debemos admitir que décadas de división política y decadencia institucional aportaron a la relativa debilidad del Estado ucraniano (debilidad que el presidente ruso Vladímir Putin está aprovechando despiadadamente). Mientras asisten a las víctimas y sancionan al atacante, los restantes países de la región debieran, además, prestar atención a las duras lecciones de la tragedia ucraniana.
Cuando Ucrania surgió del colapso de la Unión Soviética a principios de la década de 1990, era uno de los estados poscomunistas más prósperos en términos económicos. Su PBI per cápita (ajustado por su poder adquisitivo) superaba aproximadamente en un 20 % al de Polonia. Si eso se hubiera continuado hasta 2020 y la población ucraniana no hubiera caído un impresionante 15 %, la economía del país (nuevamente, en términos de su poder adquisitivo) sería casi dos tercios del tamaño de la rusa. Es posible que una Ucrania exitosa, democrática y con un ejército poderoso hubiera tenido posibilidades de ingresar a la OTAN durante la ventana de oportunidad que aprovecharon sus vecinos de Europa Central y las ex repúblicas bálticas soviéticas.
En lugar de ello, las tres décadas de independencia ucraniana estuvieran signadas por su estancamiento económico, profundas divisiones internas y reiterados flirteos con el autoritarismo, salpicados por admirables, pero turbulentos levantamientos de las partes prooccidentales de la sociedad. Mientras tanto, países de Europa Central como Polonia, Hungría y Rumania forjaron un amplio consenso interno sobre su deseo de unirse al Occidente democrático. Esa apuesta les ha retribuido espléndidamente: en una generación, la economía polaca casi se triplicó.
Desafortunadamente, desde 2010 los líderes democráticos anteriores se han ido deslizando hacia una trayectoria inquietantemente parecida a la que atrofió el crecimiento postsoviético ucraniano. En Hungría y Polonia los líderes autoritarios erosionaron metódicamente las instituciones democráticas con el único objetivo de crear barreras infranqueables para que los partidos de la oposición no puedan desafiarlos.
Aunque en Hungría y Polonia no existen las fracturas étnicas o religiosas que enfrenta Ucrania, los hombres fuertes de esos países —Víktor Orbán y Jarosław Kaczyński, respectivamente— se dedicaron a explotar y profundizar las divisiones ideológicas entre las poblaciones urbanas más progresistas de sus países y los ciudadanos rurales más conservadores. Los políticos e intelectuales liberales, al igual que los cada vez más escasos periodistas independientes, son ridiculizados rutinariamente y tildados de traidores, agentes de otros países y hasta de animales.
El lugar del consenso prooccidental para la política exterior de las décadas poscomunistas, Orbán y Kaczyński intensificaron la retórica antioccidental. En Hungría se empapelan frecuentemente las ciudades con afiches que advierten contra la maligna imposición de la voluntad de Bruselas sobre la nación húngara. Kaczyński, por su parte, suele usar la histeria nacionalista como arma contra Alemania, el principal aliado y socio comercial tradicional de Polonia. En sus momentos de reflexión, ambos líderes cavilan sobre «alternativas a la democracia liberal» que a menudo se parecen asombrosamente al sistema instituido por Putin. En una época en que una Unión Europea verdaderamente unida es fundamental, ambos países enfrentan sanciones parciales de la UE por sus violaciones al estado de derecho.
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En vez de invertir en una seguridad nacional apolítica y profesional, el gobierno polaco uso cínicamente a los militares y servicios de seguridad en intrigas internas. Las fuerzas de seguridad sufrieron numerosas purgas para eliminar a los supuestos simpatizantes de la oposición. Múltiples informes confirman que el gobierno usó el programa israelí Pegasus para espiar a las figuras líderes de la oposición. Hace tan solo unos pocos meses Kaczyński comprometió a las fuerzas armadas del país y cientos de millones de euros a una dura resistencia contra los desesperados refugiados de Medio Oriente depositados en la frontera polaca por el aliado de Putin, el presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko.
La crisis humanitaria resultante, que tuvo como resultado la muerte de varios refugiados, disparó la indignación justificada de muchos polacos y debilitó el consenso nacional sobre otra institución nacional fundamental: las fuerzas armadas.
Al igual que los hombres fuertes anteriores de Ucrania —Leonid Kuchma y Víktor Yanukóvich—, Kaczyński y Orbán están creando «estados mafiosos» de empresas dependientes, amañando la economía y debilitando las perspectivas de una mayor convergencia con Occidente. Sin embargo, la respuesta de Occidente ante la recaída democrática de Polonia y Hungría se centró principalmente en los problemas relacionados con el estado de derecho y su influencia sobre los desembolsos de la considerable asistencia para el desarrollo de la UE.
Esa respuesta es fundamental, pero insuficiente. Por su compromiso formal para defender a Europa Central a través de la OTAN, Occidente tiene mucho en juego con la reconciliación nacional en los países asolados por la polarización y el populismo. Es especialmente importante que esos países recuperen en sus élites el consenso necesario para la estabilidad institucional en esferas clave como la política exterior y la seguridad.
Concretamente, eso implica acuerdos pragmáticos para compartir el poder, como una descentralización cuidadosamente dirigida y gobiernos de coalición durante los períodos de emergencias nacionales. Se deben explorar otras ideas y consultar las prácticas que tuvieron éxito en otros países divididos con situaciones geopolíticas precarias.
Las profundas divisiones ideológicas e identitarias exploradas por los populistas regresivos no son, por supuesto, una especialidad exclusiva de Europa Central, pero lo que para las democracias ricas, ya establecidas y distantes de la primera línea de la Segunda Guerra Fría puede constituir un problema grave, para los países centroeuropeos no es ni más ni menos que una amenaza existencial.
Traducción al español por Ant-Translation