MOSCÚ – Rusia puede no ser la sociedad totalitaria que mi bisabuelo Nikita Khrushchev gobernó hace seis décadas, pero aparentemente el totalitarismo permanece en su ADN. El Kremlin sigue inventando su propia realidad, no importa cuán absurda o imposible sea, y exige la credulidad de su pueblo.
Si la guerra era paz en la Oceanía de 1984 de George Orwell, la “operación militar especial” del presidente Vladimir Putin es prácticamente una forma de proceso de paz en la Rusia de 2022. La invasión de Ucrania el 24 de febrero en efecto no significó un motivo de preocupación para la clase media urbana de Rusia, que siguió de fiesta como si fuera 2004 -el esplendor del apogeo económico del presidente Vladimir Putin impulsado por el gas y el petróleo- mientras los tanques rusos atravesaban la frontera.
Por cierto, la paz ficticia surrealista que experimentó Rusia en los primeros seis meses después de la invasión era difícil de tolerar. Mientras Ucrania -la tierra natal de gran parte de mi familia y un país de una belleza extraordinaria- era bombardeada sin piedad, su capital era sitiada y su pueblo era expulsado de sus hogares para buscar refugio en el exterior o para combatir por su país, los rusos comunes y corrientes seguían con su vida como siempre.
Es cierto, las sanciones trajeron aparejados algunos cambios para los habitantes de Moscú y San Petersburgo. Algunos artículos de lujo desaparecieron de las estanterías de las tiendas y algunas cadenas occidentales cerraron sus puertas. Pero los rusos podían seguir disfrutando de suficientes cosas -suficientes juguetes, placeres y lujos a los que tuvieron acceso después del colapso de la Unión Soviética hace tres décadas- como para que la guerra siguiera siendo distante. La violencia en la puerta de al lado era demasiado trivial -o quizá demasiado importante- como para que los rusos comunes y corrientes pensaran demasiado en ella. Dejemos que Putin se ocupe de eso, como se ocupa de todo. No ver nada, no oír nada, no decir nada.
Para que ningún occidental albergue una sensación de superioridad, basta con recordar que una ensoñación igualmente miope y consumista ha predominado en las sociedades occidentales a través de innumerables conflictos, crímenes e indecencias, perpetrados tanto fronteras adentro como en el exterior. Y hoy, mucha gente en las democracias occidentales está feliz de entrar en un trato moralmente quebrado con sus líderes que no difiere mucho del que se ha visto en Rusia.
Cuando Donald Trump mentía ininterrumpidamente, hacía comentarios racistas y antisemitas, se enriquecía y corrompía el Departamento de Justicia, ¿cuánta resistencia ofrecieron los norteamericanos? Es verdad, había algunas protestas, y Trump finalmente fue expulsado de la Casa Blanca mediante el voto. Y un comité de la Cámara de Representantes sigue investigando su participación en la insurrección del 6 de enero en el Capitolio.
At a time when democracy is under threat, there is an urgent need for incisive, informed analysis of the issues and questions driving the news – just what PS has always provided. Subscribe now and save $50 on a new subscription.
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Pero Trump ha retenido el respaldo inquebrantable de un gran segmento de norteamericanos, entre ellos prácticamente todo el establishment del Partido Republicano. La razón es simple: les dio tres jueces de derecha en la Corte Suprema (que desde entonces han revocado precedente tras precedente, inclusive la decisión de medio siglo de legalizar el aborto a nivel nacional), buscó implementar una desregulación amigable con las empresas y recortó impuestos para los ricos.
De la misma manera, los británicos le permitieron al ex primer ministro Boris Johnson ofrecer incontables contratos gubernamentales a amigotes no calificados, y manifestar su total desprecio por el parlamento y la corona, durante más de tres años. Lo único que importaba, aparentemente, era que consiguiera el Brexit.
En Polonia, el gobierno de Ley y Justicia de Jarosław Kaczyński ha amedrentado a las cortes y a gran parte de los medios del país. Pero también ha comprado el apoyo prácticamente servil de los votantes rurales y pobres con infinidad de subsidios.
El carácter transaccional de la gobernanza se ha vuelto cada vez más pronunciado -y ha alimentado cada vez más el autoritarismo-. Emitimos nuestros votos para defender los intereses y los valores de nuestra tribu, no por el bien de nuestro país, mucho menos del mundo. Y, a cambio de satisfacer las demandas de los votantes -financieras, religiosas, ideológicas o de otro tipo-, un líder efectivamente recibe permiso para pisotear la gobernanza democrática y las normas éticas.
Figuras como Trump y Putin lo entienden y así complacen los deseos materiales de la gente y atizan sus miedos. De hecho, de la misma manera que Trump demonizaba a los inmigrantes latinoamericanos, Putin ha usado la mera existencia de la gente transgénero y no binaria para justificar su guerra contra Ucrania que, sostiene, es necesaria para resistir la “dictadura de las élites occidentales” que intentan “acabar con la fe y los valores tradicionales”.
El odio de una minoría pequeña puede ser un arma política formidable. Pocos la han empuñado con tanta eficacia desde Joseph Goebbels.
La gran ventaja de los populistas es que el trato con sus votantes es fluido. Si su base política cae presa de un nuevo discurso o abraza una nueva causa, simplemente cambian su postura y dicen que fueron los primeros en tenerla. Cualquiera que apunta a sus testimonios contradictorios es miembro de la “élite mediática mentirosa y corrupta”.
La guerra de Ucrania es un buen ejemplo. Al principio, los lealistas de Trump que aman a Putin -con excepción de algunos comentaristas de Fox News, como Tucker Carlson- en general se mordieron la lengua. Trump llegó a proclamar su oposición a la invasión de Rusia que, él sabía, era vista como un acto de barbarie por la mayoría de los norteamericanos.
Hoy los norteamericanos siguen pregonando el heroísmo de los ucranianos. Pero su compromiso con ayudarlos se está desvaneciendo. Muchos republicanos hoy dicen que la ayuda de Estados Unidos a Ucrania está costando demasiado, y alegan que Estados Unidos está ofreciendo un “cheque en blanco”. El eslogan “Estados Unidos primero” de Trump -que en realidad significa “Estados Unidos solamente”- conserva su atractivo.
Las clases medias rusas cada vez más parecen estar abandonando su letargo moral respecto de Ucrania, aunque hizo falta la perspectiva de que sus propios hijos, padres y hermanos fueran reclutados -no el sufrimiento de los ucranianos- para que se despertaran. Pero esto servirá de poca ayuda para Ucrania si una creciente cantidad de republicanos norteamericanos cierran los ojos y dan la espalda.
Un contrato social es un acuerdo implícito de todos los miembros de una sociedad para adherir a ciertas reglas y normas a cambio de beneficios compartidos. Pero los populistas prefieren un trato basado en la exclusión y el tribalismo, razón por la cual han abrazado a Putin como un líder modelo.
Que Putin reconozca el poder de esta estrategia de gobernanza podría resultar sorprendente, ya que no es un hombre de reflexión profunda. Tampoco lo es Trump. Quizás ese sea el aspecto más insidioso del contrato social populista bajo el cual muchos de nosotros vivimos hoy: no está basado en absoluto en las ideas, sino más bien en el miedo, la humillación y la alienación. Estos son los sentimientos que perpetúan la tiranía y alimentan la guerra agresiva.
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MOSCÚ – Rusia puede no ser la sociedad totalitaria que mi bisabuelo Nikita Khrushchev gobernó hace seis décadas, pero aparentemente el totalitarismo permanece en su ADN. El Kremlin sigue inventando su propia realidad, no importa cuán absurda o imposible sea, y exige la credulidad de su pueblo.
Si la guerra era paz en la Oceanía de 1984 de George Orwell, la “operación militar especial” del presidente Vladimir Putin es prácticamente una forma de proceso de paz en la Rusia de 2022. La invasión de Ucrania el 24 de febrero en efecto no significó un motivo de preocupación para la clase media urbana de Rusia, que siguió de fiesta como si fuera 2004 -el esplendor del apogeo económico del presidente Vladimir Putin impulsado por el gas y el petróleo- mientras los tanques rusos atravesaban la frontera.
Por cierto, la paz ficticia surrealista que experimentó Rusia en los primeros seis meses después de la invasión era difícil de tolerar. Mientras Ucrania -la tierra natal de gran parte de mi familia y un país de una belleza extraordinaria- era bombardeada sin piedad, su capital era sitiada y su pueblo era expulsado de sus hogares para buscar refugio en el exterior o para combatir por su país, los rusos comunes y corrientes seguían con su vida como siempre.
Es cierto, las sanciones trajeron aparejados algunos cambios para los habitantes de Moscú y San Petersburgo. Algunos artículos de lujo desaparecieron de las estanterías de las tiendas y algunas cadenas occidentales cerraron sus puertas. Pero los rusos podían seguir disfrutando de suficientes cosas -suficientes juguetes, placeres y lujos a los que tuvieron acceso después del colapso de la Unión Soviética hace tres décadas- como para que la guerra siguiera siendo distante. La violencia en la puerta de al lado era demasiado trivial -o quizá demasiado importante- como para que los rusos comunes y corrientes pensaran demasiado en ella. Dejemos que Putin se ocupe de eso, como se ocupa de todo. No ver nada, no oír nada, no decir nada.
Para que ningún occidental albergue una sensación de superioridad, basta con recordar que una ensoñación igualmente miope y consumista ha predominado en las sociedades occidentales a través de innumerables conflictos, crímenes e indecencias, perpetrados tanto fronteras adentro como en el exterior. Y hoy, mucha gente en las democracias occidentales está feliz de entrar en un trato moralmente quebrado con sus líderes que no difiere mucho del que se ha visto en Rusia.
Cuando Donald Trump mentía ininterrumpidamente, hacía comentarios racistas y antisemitas, se enriquecía y corrompía el Departamento de Justicia, ¿cuánta resistencia ofrecieron los norteamericanos? Es verdad, había algunas protestas, y Trump finalmente fue expulsado de la Casa Blanca mediante el voto. Y un comité de la Cámara de Representantes sigue investigando su participación en la insurrección del 6 de enero en el Capitolio.
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Pero Trump ha retenido el respaldo inquebrantable de un gran segmento de norteamericanos, entre ellos prácticamente todo el establishment del Partido Republicano. La razón es simple: les dio tres jueces de derecha en la Corte Suprema (que desde entonces han revocado precedente tras precedente, inclusive la decisión de medio siglo de legalizar el aborto a nivel nacional), buscó implementar una desregulación amigable con las empresas y recortó impuestos para los ricos.
De la misma manera, los británicos le permitieron al ex primer ministro Boris Johnson ofrecer incontables contratos gubernamentales a amigotes no calificados, y manifestar su total desprecio por el parlamento y la corona, durante más de tres años. Lo único que importaba, aparentemente, era que consiguiera el Brexit.
En Polonia, el gobierno de Ley y Justicia de Jarosław Kaczyński ha amedrentado a las cortes y a gran parte de los medios del país. Pero también ha comprado el apoyo prácticamente servil de los votantes rurales y pobres con infinidad de subsidios.
El carácter transaccional de la gobernanza se ha vuelto cada vez más pronunciado -y ha alimentado cada vez más el autoritarismo-. Emitimos nuestros votos para defender los intereses y los valores de nuestra tribu, no por el bien de nuestro país, mucho menos del mundo. Y, a cambio de satisfacer las demandas de los votantes -financieras, religiosas, ideológicas o de otro tipo-, un líder efectivamente recibe permiso para pisotear la gobernanza democrática y las normas éticas.
Figuras como Trump y Putin lo entienden y así complacen los deseos materiales de la gente y atizan sus miedos. De hecho, de la misma manera que Trump demonizaba a los inmigrantes latinoamericanos, Putin ha usado la mera existencia de la gente transgénero y no binaria para justificar su guerra contra Ucrania que, sostiene, es necesaria para resistir la “dictadura de las élites occidentales” que intentan “acabar con la fe y los valores tradicionales”.
El odio de una minoría pequeña puede ser un arma política formidable. Pocos la han empuñado con tanta eficacia desde Joseph Goebbels.
La gran ventaja de los populistas es que el trato con sus votantes es fluido. Si su base política cae presa de un nuevo discurso o abraza una nueva causa, simplemente cambian su postura y dicen que fueron los primeros en tenerla. Cualquiera que apunta a sus testimonios contradictorios es miembro de la “élite mediática mentirosa y corrupta”.
La guerra de Ucrania es un buen ejemplo. Al principio, los lealistas de Trump que aman a Putin -con excepción de algunos comentaristas de Fox News, como Tucker Carlson- en general se mordieron la lengua. Trump llegó a proclamar su oposición a la invasión de Rusia que, él sabía, era vista como un acto de barbarie por la mayoría de los norteamericanos.
Hoy los norteamericanos siguen pregonando el heroísmo de los ucranianos. Pero su compromiso con ayudarlos se está desvaneciendo. Muchos republicanos hoy dicen que la ayuda de Estados Unidos a Ucrania está costando demasiado, y alegan que Estados Unidos está ofreciendo un “cheque en blanco”. El eslogan “Estados Unidos primero” de Trump -que en realidad significa “Estados Unidos solamente”- conserva su atractivo.
Las clases medias rusas cada vez más parecen estar abandonando su letargo moral respecto de Ucrania, aunque hizo falta la perspectiva de que sus propios hijos, padres y hermanos fueran reclutados -no el sufrimiento de los ucranianos- para que se despertaran. Pero esto servirá de poca ayuda para Ucrania si una creciente cantidad de republicanos norteamericanos cierran los ojos y dan la espalda.
Un contrato social es un acuerdo implícito de todos los miembros de una sociedad para adherir a ciertas reglas y normas a cambio de beneficios compartidos. Pero los populistas prefieren un trato basado en la exclusión y el tribalismo, razón por la cual han abrazado a Putin como un líder modelo.
Que Putin reconozca el poder de esta estrategia de gobernanza podría resultar sorprendente, ya que no es un hombre de reflexión profunda. Tampoco lo es Trump. Quizás ese sea el aspecto más insidioso del contrato social populista bajo el cual muchos de nosotros vivimos hoy: no está basado en absoluto en las ideas, sino más bien en el miedo, la humillación y la alienación. Estos son los sentimientos que perpetúan la tiranía y alimentan la guerra agresiva.