NUEVA YORK – Mientras los tanques rusos combaten a través de Ucrania bajo las órdenes de un presidente autoritario, vale la pena notar que los ucranianos no son los únicos que ansían la democracia. También los rusos salieron a las calles —asumiendo un gran riesgo personal— para protestar contra el atroz acto de agresión de Vladímir Putin. Pero la pelea es cuesta arriba en un país que nunca tuvo la oportunidad de abrazar la democracia.
Cuando esa oportunidad existió, no fue minada por Putin y su entorno cleptocrático, sino por Occidente. Después del colapso de la Unión Soviética hace 30 años, los asesores económicos estadounidenses convencieron a los líderes rusos de centrarse en las reformas económicas y dejar la democracia en suspenso, donde Putin pudo extinguirla fácilmente cuando llegó el momento.
No es una eventualidad histórica trivial. Si Rusia se hubiera convertido en una democracia no hubiera sido necesario hablar de la OTAN y su expansión hacia el este, ni de la invasión de Ucrania. Tampoco hubieran existido los debates sobre el grado de respeto que Occidente le debe a la civilización rusa. (Como alemán, me estremece esta última propuesta, con claros ecos de Hitler y su autoproclamado liderazgo de una «civilización»).
Repasemos la secuencia de eventos. En noviembre de 1991, el Sóviet Supremo (parlamento) de Rusia otorgó a Boris Yeltsin, presidente ruso en ese momento, poderes extraordinarios y un mandato de 13 meses para implementar reformas. Luego, en diciembre de 1991, se disolvió oficialmente la Unión Soviética con el Acuerdo de Belavezha, que creó la Comunidad de Estados Independientes. Rusia, Bielorrusia y Ucrania declararon su respeto por la independencia de los demás.
Rodeado por un pequeño grupo de reformadores rusos y asesores occidentales, Yeltsin aprovechó ese excepcional momento histórico para lanzar un programa económico sin precedentes, de «terapia de shock». Liberalizó los precios, abrió las fronteras y comenzó una rápida privatización, todo por decreto presidencial. Nadie en el círculo de Yeltsin se preocupó por preguntar a los ciudadanos rusos si eso era lo que querían. Y nadie se detuvo a considerar si los rusos tal vez preferían tener primero la oportunidad de desarrollar una sólida base constitucional para su país, o expresar mediante elecciones su preferencia por quien debía gobernarlos.
Los reformadores y sus asesores occidentales simplemente decidieron que las reformas de mercado tenía prioridad sobre las reformas constitucionales —y luego insistieron en ello—. Los detalles democráticos demorarían o incluso debilitarían las políticas económicas. Solo actuando rápidamente —cortándole la cola al perro con un único golpe de hacha— Rusia podía encaminarse hacia la prosperidad económica y alejar para siempre a los comunistas del poder. Con reformas radicales en los mercados, los rusos verían resultados tangibles y se enamoraría automáticamente de la democracia.
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Pero eso no sucedió. La presidencia de Yeltsin resultó un desastre absoluto, económica, social, legal y políticamente. Reajustar la economía con planificación central al estilo soviético en tan solo 13 meses resultó imposible. La liberalización del comercio y de los precios por sí sola no creó mercados (eso hubiera requerido instituciones legales, pero no hubo tiempo para establecerlas). Sí, desapareció la escasez extrema y surgieron mercados callejeros por doquier, pero eso está a años luz de desarrollar el tipo de mercados necesarios para facilitar la asignación de recursos de los que dependen las empresas y los hogares.
Además, la terapia de shock desató perjuicios sociales y económicos tan graves y repentinos que el público se rebeló contra las reformas y los reformadores. El Sóviet Supremo se negó a extender los poderes extraordinarios de Yeltsin y lo que ocurrió luego marcaría el camino para el surgimiento del presidencialismo autoritario en Rusia.
Yeltsin y sus aliados se negaron a rendirse y declararon que la constitución rusa de 1977 era ilegítima. Yeltsin procedió a asumir el poder unilateralmente y convocó a un referendo para legitimar sus acciones, pero el tribunal constitucional y el parlamento se negaron a ceder y se generó una profunda crisis política. Al final, el enfrentamiento se resolvió con tanques que Yeltsin llamó para disolver al parlamento ruso en octubre de 1993, causando la muerte de 147 personas.
Ciertamente, muchos miembros del parlamento se oponían a Yeltsin y su equipo y tal vez querían desandar lo hecho. Pero fue Yeltsin quien fijó un peligroso nuevo precedente sobre la manera de resolver las disputas vinculadas con el futuro del país: se haría con tanques, no con votos. Y Yeltsin y su equipo no pararon ahí, impusieron además una constitución que consagró a un presidente poderoso con fuerte capacidad de decreto y veto, sin división de poderes.
Aún recuerdo una reveladora conversación que tuve en ese momento, cuando estudiaba las reformas rusas, con Dmitry Vasiliev, uno de los principales miembros del equipo de privatizaciones de Yeltsin. Cuando le señalé los puntos flacos del borrador de la constitución dijo que sencillamente los corregirían si la persona incorrecta llegaba al poder. Nunca lo hicieron, por supuesto, ni podrían haberlo hecho. La declaración de Vasiliev encapsulaba completamente la forma de pensar de los reformadores económicos sobre la democracia constitucional.
En diciembre de 1993 se adoptó la nueva constitución mediante un referendo, que se llevó a cabo simultáneamente con las elecciones del nuevo parlamento. Los candidatos de Yeltsin sufrieron una abrumadora derrota, pero, gracias a los nuevos poderes constitucionales del presidente, las reformas económicas continuaron. Yeltsin fue reelecto en 1996 a través de un proceso manipulado planificado en Davos y orquestado por los nuevos oligarcas rusos. Tres años después, Yeltsin nombró a Putin primer ministro y lo ungió como su sucesor.
La democratización de Rusia tal vez haya sido siempre algo poco probable, dada la historia de centralización del poder que tiene el país, pero hubiera valido la pena. La desacertada priorización de las metas económicas por encima de los procesos democráticos ofrece lecciones que van mucho más allá de Rusia. Al elegir al capitalismo en vez de a la democracia como base para el mundo pos Guerra Fría, Occidente puso en peligro a la estabilidad y la prosperidad. Y, como vemos nuevamente ahora en Ucrania, a la paz y la democracia... y no solo en Europa del Este.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
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NUEVA YORK – Mientras los tanques rusos combaten a través de Ucrania bajo las órdenes de un presidente autoritario, vale la pena notar que los ucranianos no son los únicos que ansían la democracia. También los rusos salieron a las calles —asumiendo un gran riesgo personal— para protestar contra el atroz acto de agresión de Vladímir Putin. Pero la pelea es cuesta arriba en un país que nunca tuvo la oportunidad de abrazar la democracia.
Cuando esa oportunidad existió, no fue minada por Putin y su entorno cleptocrático, sino por Occidente. Después del colapso de la Unión Soviética hace 30 años, los asesores económicos estadounidenses convencieron a los líderes rusos de centrarse en las reformas económicas y dejar la democracia en suspenso, donde Putin pudo extinguirla fácilmente cuando llegó el momento.
No es una eventualidad histórica trivial. Si Rusia se hubiera convertido en una democracia no hubiera sido necesario hablar de la OTAN y su expansión hacia el este, ni de la invasión de Ucrania. Tampoco hubieran existido los debates sobre el grado de respeto que Occidente le debe a la civilización rusa. (Como alemán, me estremece esta última propuesta, con claros ecos de Hitler y su autoproclamado liderazgo de una «civilización»).
Repasemos la secuencia de eventos. En noviembre de 1991, el Sóviet Supremo (parlamento) de Rusia otorgó a Boris Yeltsin, presidente ruso en ese momento, poderes extraordinarios y un mandato de 13 meses para implementar reformas. Luego, en diciembre de 1991, se disolvió oficialmente la Unión Soviética con el Acuerdo de Belavezha, que creó la Comunidad de Estados Independientes. Rusia, Bielorrusia y Ucrania declararon su respeto por la independencia de los demás.
Rodeado por un pequeño grupo de reformadores rusos y asesores occidentales, Yeltsin aprovechó ese excepcional momento histórico para lanzar un programa económico sin precedentes, de «terapia de shock». Liberalizó los precios, abrió las fronteras y comenzó una rápida privatización, todo por decreto presidencial. Nadie en el círculo de Yeltsin se preocupó por preguntar a los ciudadanos rusos si eso era lo que querían. Y nadie se detuvo a considerar si los rusos tal vez preferían tener primero la oportunidad de desarrollar una sólida base constitucional para su país, o expresar mediante elecciones su preferencia por quien debía gobernarlos.
Los reformadores y sus asesores occidentales simplemente decidieron que las reformas de mercado tenía prioridad sobre las reformas constitucionales —y luego insistieron en ello—. Los detalles democráticos demorarían o incluso debilitarían las políticas económicas. Solo actuando rápidamente —cortándole la cola al perro con un único golpe de hacha— Rusia podía encaminarse hacia la prosperidad económica y alejar para siempre a los comunistas del poder. Con reformas radicales en los mercados, los rusos verían resultados tangibles y se enamoraría automáticamente de la democracia.
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Pero eso no sucedió. La presidencia de Yeltsin resultó un desastre absoluto, económica, social, legal y políticamente. Reajustar la economía con planificación central al estilo soviético en tan solo 13 meses resultó imposible. La liberalización del comercio y de los precios por sí sola no creó mercados (eso hubiera requerido instituciones legales, pero no hubo tiempo para establecerlas). Sí, desapareció la escasez extrema y surgieron mercados callejeros por doquier, pero eso está a años luz de desarrollar el tipo de mercados necesarios para facilitar la asignación de recursos de los que dependen las empresas y los hogares.
Además, la terapia de shock desató perjuicios sociales y económicos tan graves y repentinos que el público se rebeló contra las reformas y los reformadores. El Sóviet Supremo se negó a extender los poderes extraordinarios de Yeltsin y lo que ocurrió luego marcaría el camino para el surgimiento del presidencialismo autoritario en Rusia.
Yeltsin y sus aliados se negaron a rendirse y declararon que la constitución rusa de 1977 era ilegítima. Yeltsin procedió a asumir el poder unilateralmente y convocó a un referendo para legitimar sus acciones, pero el tribunal constitucional y el parlamento se negaron a ceder y se generó una profunda crisis política. Al final, el enfrentamiento se resolvió con tanques que Yeltsin llamó para disolver al parlamento ruso en octubre de 1993, causando la muerte de 147 personas.
Ciertamente, muchos miembros del parlamento se oponían a Yeltsin y su equipo y tal vez querían desandar lo hecho. Pero fue Yeltsin quien fijó un peligroso nuevo precedente sobre la manera de resolver las disputas vinculadas con el futuro del país: se haría con tanques, no con votos. Y Yeltsin y su equipo no pararon ahí, impusieron además una constitución que consagró a un presidente poderoso con fuerte capacidad de decreto y veto, sin división de poderes.
Aún recuerdo una reveladora conversación que tuve en ese momento, cuando estudiaba las reformas rusas, con Dmitry Vasiliev, uno de los principales miembros del equipo de privatizaciones de Yeltsin. Cuando le señalé los puntos flacos del borrador de la constitución dijo que sencillamente los corregirían si la persona incorrecta llegaba al poder. Nunca lo hicieron, por supuesto, ni podrían haberlo hecho. La declaración de Vasiliev encapsulaba completamente la forma de pensar de los reformadores económicos sobre la democracia constitucional.
En diciembre de 1993 se adoptó la nueva constitución mediante un referendo, que se llevó a cabo simultáneamente con las elecciones del nuevo parlamento. Los candidatos de Yeltsin sufrieron una abrumadora derrota, pero, gracias a los nuevos poderes constitucionales del presidente, las reformas económicas continuaron. Yeltsin fue reelecto en 1996 a través de un proceso manipulado planificado en Davos y orquestado por los nuevos oligarcas rusos. Tres años después, Yeltsin nombró a Putin primer ministro y lo ungió como su sucesor.
La democratización de Rusia tal vez haya sido siempre algo poco probable, dada la historia de centralización del poder que tiene el país, pero hubiera valido la pena. La desacertada priorización de las metas económicas por encima de los procesos democráticos ofrece lecciones que van mucho más allá de Rusia. Al elegir al capitalismo en vez de a la democracia como base para el mundo pos Guerra Fría, Occidente puso en peligro a la estabilidad y la prosperidad. Y, como vemos nuevamente ahora en Ucrania, a la paz y la democracia... y no solo en Europa del Este.
Traducción al español por Ant-Translation