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Las raíces de la crisis económica brasileña

SAN PABLO/GANTE – Cuando la pandemia de la COVID-19 golpeó a la economía brasileña, el ingreso per cápita del país ya caía sostenidamente: en 2019 estaba un 7 % por debajo de su nivel de 2013 y se esperaba una mayor reducción para 2020. Sin embargo, no hace tanto, había un considerable optimismo respecto de las perspectivas económicas del país.

En 2012, poco antes de que la economía comenzara a caer, la Consulta del Artículo IV del Fondo Monetario Internacional citó una «notable transformación social en Brasil, apoyada en la estabilidad macroeconómica y la mejora del nivel de vida». El FMI preveía un crecimiento anual del PBI del 4-5 % a partir de 2013 y las instituciones financieras y los medios compartían su optimismo.

¿Qué pasó? No es que Brasil no sepa cómo crecer, la Comisión sobre Crecimiento y Desarrollo identificó al país como uno de los pocos países capaces de mantener elevadas tasas de crecimiento durante más de 25 años después de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1950 y 1980 su economía creció a una tasa anual promedio del 7 % y la industria manufacturera, a una tasa de dos dígitos. Para fines de ese período, el sector manufacturero brasileño era más avanzado que los de Corea del Sur y la India en términos de diversificación y sofisticación de productos.

Con un importante apoyo gubernamental, Brasil desarrolló una de las mayores industrias aeronáuticas del mundo. (La joya de la corona de ese esfuerzo, Embraer, es ahora una empresa privada). El desarrollo de variedades locales de una amplia gama de productos agrícolas fue apoyado por sucesivos gobiernos, desafiando las nociones preconcebidas sobre la idoneidad de los suelos y el clima del país. Brasil se convirtió desde entonces en uno de los mayores exportadores mundiales de alimentos. La empresa estatal Petrobras, actualmente una de las mayores empresas del mundo de gas y petróleo, es un líder tecnológico en la perforación en aguas profundas y ha transformado a Brasil de importador neto a exportador neto de petróleo.

¿Qué explica entonces la caída del país posterior a 2013? La respuesta habitual es el despilfarro fiscal y cuasifiscal.

La expresidenta Dilma Rousseff logró su reelección en 2014 a fuerza de gastos, desestimando las consecuencias a largo plazo para las arcas públicas. Existieron excesos fiscales y monetarios antes de las elecciones de 2014: demoras para ajustar las tarifas de los servicios públicos, un tipo de cambio artificialmente sobrevaluado y expansión del crédito con motivaciones políticas a través de los bancos de propiedad estatal. Estas políticas ampliaron el déficit fiscal, alimentaron la presión inflacionaria, ahuyentaron a los inversores extranjeros y pusieron a la deuda pública en una trayectoria peligrosa.

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Al poco tiempo de su victoria, Rousseff cambió el rumbo; la contracción fiscal, los ajustes de tarifas y las tasas de interés más elevadas desencadenaron la caída de la inversión privada y condujeron al actual colapso del crecimiento.

Pero esta explicación dista de ser completa, las causas del malestar económico brasileño van más allá del gobierno de Rousseff.

En primer lugar, las bases del crecimiento del país se debilitaron desde 1980: la inversión cayó bruscamente, se redujo la participación de las importaciones y exportaciones en el PBI, y la industria manufacturera se desplomó desde un cuarto del PBI a cerca del 10 %.

Además, la inversión en infraestructura se redujo hasta niveles que no llegan a cubrir la amortización. Sin crecimiento industrial que pueda absorber la fuerza de trabajo liberada por la agricultura y con elevados impuestos para el empleo formal, el sector informal ha dominado el mercado laboral. Mientras que el ingreso per cápita brasileño era el doble del de Corea del Sur en 1980, ahora es la mitad. Los pronósticos optimistas del FMI y otros ignoraron sistemáticamente esas tendencias estructurales negativas.

En segundo lugar, Brasil tuvo éxito cuando implementó sus propias soluciones de política: puso fin a la elevada inflación en 1994 con el «Plan Real», un plan de estabilización basado en la comprensión de que el propio índice de inflación podía convertirse en la unidad de cuenta y, por lo tanto, en la base para una moneda estable. Este plan heterodoxo, que no contó con el apoyo del FMI, redujo la inflación a un único dígito sin la caída en el crecimiento que suele acompañar a la estabilización.

Unos pocos años más tarde, Brasil se resistió a la presión que ejercieron el FMI, Estados Unidos y los inversores financieros para que se dolarizara. En lugar de eso atacó la inestabilidad financiera generada por la crisis del Este Asiático de 1997 con la introducción de una «tríada»: se comprometió a mantener superávits fiscales primarios (que logró con importantes aumentos impositivos), implementó un tipo de cambio flotante y mantuvo la independencia el Banco Central con el único objetivo de contener la inflación.

La tríada logró contener la inflación y estabilizar los flujos financieros, pero las buenas políticas rara vez continúan siéndolo indefinidamente.

Brasil sucumbió a la comodidad de las reglas rígidas, puso las políticas macroeconómicas en piloto automático y todos los episodios inflacionarios fueron recibidos con aumentos de la tasa de interés. Con una cuenta de capital abierta, los flujos financieros entrantes crecieron y se dejó que el tipo de cambio se apreciara sin considerar las consecuencias para las exportaciones o la economía real.

Las políticas de la tríada se mantuvieron durante largo tiempo cuando ya habían dejado de ser útiles. Las tasas de interés, las más altas del mundo en términos reales, sostuvieron un tipo de cambio sobrevaluado, debilitaron las exportaciones y convirtieron los pagos por la deuda pública (que de otra forma hubieran sido manejables) en el mayor gasto fiscal de Brasil (que llegó hasta el 8 % en los últimos años).

Luego, durante el segundo mandato de Rousseff y justo cuando terminaba el boom de los productos básicos, el gobierno redujo los subsidios a los servicios públicos, recortó el gasto y aumentó las tasas de interés reales hasta que alcanzaron niveles varias veces superiores a la tasa de crecimiento de la economía. La contracción económica se aceleró y aumentó el desempleo. Después del juicio político a Rousseff en 2016, el gobierno insistió en los recortes del gasto, nuevamente sin una estrategia de crecimiento. La caída del PBI implicó menores ingresos fiscales y una mayor deuda pública.

Aplaudidas por el FMI, el Banco Mundial y la prensa financiera internacional y local, las autoridades insistieron en la austeridad, persuadidas de que la contracción fiscal era expansiva incluso en medio de una recesión, porque al reducir los impuestos futuros esperados alentaría a los emprendedores a aumentar sus inversiones en ese momento. Pero es antiintuitivo pretender que los emprendedores que ya tienen capacidad ociosa la amplíen aún más.

Es posible que Rousseff haya empeorado las tribulaciones económicas brasileñas durante su campaña presidencial en 2014 y ciertamente se han exacerbado por la COVID-19, pero esas no son las causas del deterioro de las bases del crecimiento brasileño, la falta de una estrategia de desarrollo, la «importación» imprudente de ideas políticas y la rigidez de las reglas macroeconómicas. Solucionar estas deficiencias será clave para la prosperidad a largo plazo.

Traducción al español por www.Ant-Translation.com

https://prosyn.org/9YY4aWKes