BUDAPEST – Este mes se cumplen 20 años de la reinhumación de Imre Nagy, el líder de la fallida revolución antisoviética de Hungría en 1956. La ceremonia, organizada por la oposición anticomunista húngara en el 31° aniversario de su ejecución atrajo a más de 100,000 asistentes y anunció el principio del fin del régimen esclerótico del país. Nosotros los húngaros, y Europa central en general, hemos avanzado mucho desde esos emocionantes tiempos, pero los últimos 20 años también nos han dado muchas razones para cuestionar el camino que tomamos.
Hungría desempeñó un papel especial en la caída del comunismo, pues aceleró el proceso al abrir sus fronteras a los refugiados de Alemania oriental. Pero la transformación democrática del país exigió una estrategia de oposición a lo largo de los años ochenta: la revolución no funcionaría, como lo demostró la invasión soviética de 1956. Tampoco servirían las reformas internas, porque los soviéticos intervendrían para salvar al sistema, como lo hicieron en Checoslovaquia en 1968.
En cambio, la estrategia fue dejar de lado la cuestión del poder político. En lugar de atacar directamente al gobierno comunista, crearíamos pequeñas islas de libertad, círculos y asociaciones sociales relacionados entre sí que, llegado el momento, pudieran conectarse para cambiar el sistema. En Hungría había varias organizaciones juveniles que sabían de la existencia de las demás, así que la comunidad política que participó en los cambios de 1989 se organizó sobre esa base.
La historia también desempeñó un papel en el éxito de la transición húngara. La revolución de 1956 fue real, con barricadas. En ningún otro país de Europa central los comunistas experimentaron la posibilidad de pagar con sus vidas por el sufrimiento y la opresión que imponían a los demás. La experiencia histórica fue buena para la capacidad de reforma.
También era necesaria una nueva generación. Surgió simbólicamente el 16 de junio de 1989, cuando tuve la oportunidad de hablar en nombre de la generación joven. Toda una generación sentía que había llegado el momento en que los húngaros podrían al fin determinar su propio futuro.
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Los últimos 20 años se pueden dividir en tres fases. En la primera, se creó una economía de mercado, se estableció el Estado de derecho y se construyeron las instituciones democráticas. Después, solicitamos la admisión en la OTAN y nos preparamos para la membresía en la Unión Europea, con todas las reformas institucionales que esos objetivos implicaban. La tercera fase fue de puesta al día de la economía que, a diferencia de las primeras dos, realmente no ha sido exitosa en Hungría, y actualmente quizá incluso esté retrocediendo. Pero, para Europa central en su conjunto, los últimos 20 años han sido los mejores desde la Paz de Westfalia, e incluso Eslovaquia y Eslovenia se han adherido a la zona del euro.
No obstante, la crisis económica y financiera global ha ensombrecido el vigésimo aniversario de la caída del comunismo. Y es evidente que los grandes ganadores de la globalización ya no son los europeos o los estadounidenses, sino los asiáticos. El mercado mundial se está volviendo a dividir –de manera pacífica porque los territorios y los mercados están separados, de forma que ninguna potencia ocupa el territorio de otra.
Pero de cualquier forma, Europa debe reconocer la necesidad de distinguir claramente entre socios, competidores y oponentes, y formular una política más sofisticada y articulada hacia Rusia en particular. Por ejemplo, los centroeuropeos somos oponentes cuando no aceptamos la política rusa de renovar las “esferas de interés” y las “zonas de seguridad”.
Además, después de todo lo que ha ocurrido en los últimos seis meses, los centroeuropeos ya no podemos mirar con admiración a los viejos países que representan los valores morales de la civilización occidental. La crisis no fue resultado de la mala suerte o de un malentendido profesional, sino de problemas de carácter, especialmente en Estados Unidos y después en Europa occidental. Hubo robo de dinero, no únicamente “mala administración”. Las inversiones no fueron simplemente malas, sino inaceptablemente riesgosas. La falta de moral de los líderes empresariales provocó esta crisis, y entre ellos no hay centroeuropeos.
Europa central se encuentra en una situación completamente nueva. Las medidas de manejo de la crisis que ha adoptado el mundo occidental han aislado prácticamente a nuestros países del mercado de la UE. En esta situación, los países de Europa central deben cooperar para defender sus propios intereses, así como su sueño de una Europa común. La pregunta que se plantea a la élite europea es si creemos en la labor de los últimos 20 años, si creemos en un mercado europeo integrado y una Comunidad Europea cada vez más amplia. Si no, primero los países más grandes y poderosos y después los centroeuropeos se alejarán del sueño europeo.
Quienes creemos que los últimos 20 años fueron positivos, y que vamos por el camino correcto, seguimos siendo mayoría en Hungría. Europa y el mundo necesitan que nuestro continente esté unido y sea fuerte. Si nuestra fe es lo suficientemente sólida podemos sobrevivir a esta crisis sin destruir lo que hemos construido juntos mediante la apertura de nuestras fronteras, la destrucción del Muro, la unificación de Alemania y la finalización de nuestras transiciones democráticas.
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US President Donald Trump’s import tariffs have triggered a wave of retaliatory measures, setting off a trade war with key partners and raising fears of a global downturn. But while Trump’s protectionism and erratic policy shifts could have far-reaching implications, the greatest victim is likely to be the United States itself.
warns that the new administration’s protectionism resembles the strategy many developing countries once tried.
It took a pandemic and the threat of war to get Germany to dispense with the two taboos – against debt and monetary financing of budgets – that have strangled its governments for decades. Now, it must join the rest of Europe in offering a positive vision of self-sufficiency and an “anti-fascist economic policy.”
welcomes the apparent departure from two policy taboos that have strangled the country's investment.
BUDAPEST – Este mes se cumplen 20 años de la reinhumación de Imre Nagy, el líder de la fallida revolución antisoviética de Hungría en 1956. La ceremonia, organizada por la oposición anticomunista húngara en el 31° aniversario de su ejecución atrajo a más de 100,000 asistentes y anunció el principio del fin del régimen esclerótico del país. Nosotros los húngaros, y Europa central en general, hemos avanzado mucho desde esos emocionantes tiempos, pero los últimos 20 años también nos han dado muchas razones para cuestionar el camino que tomamos.
Hungría desempeñó un papel especial en la caída del comunismo, pues aceleró el proceso al abrir sus fronteras a los refugiados de Alemania oriental. Pero la transformación democrática del país exigió una estrategia de oposición a lo largo de los años ochenta: la revolución no funcionaría, como lo demostró la invasión soviética de 1956. Tampoco servirían las reformas internas, porque los soviéticos intervendrían para salvar al sistema, como lo hicieron en Checoslovaquia en 1968.
En cambio, la estrategia fue dejar de lado la cuestión del poder político. En lugar de atacar directamente al gobierno comunista, crearíamos pequeñas islas de libertad, círculos y asociaciones sociales relacionados entre sí que, llegado el momento, pudieran conectarse para cambiar el sistema. En Hungría había varias organizaciones juveniles que sabían de la existencia de las demás, así que la comunidad política que participó en los cambios de 1989 se organizó sobre esa base.
La historia también desempeñó un papel en el éxito de la transición húngara. La revolución de 1956 fue real, con barricadas. En ningún otro país de Europa central los comunistas experimentaron la posibilidad de pagar con sus vidas por el sufrimiento y la opresión que imponían a los demás. La experiencia histórica fue buena para la capacidad de reforma.
También era necesaria una nueva generación. Surgió simbólicamente el 16 de junio de 1989, cuando tuve la oportunidad de hablar en nombre de la generación joven. Toda una generación sentía que había llegado el momento en que los húngaros podrían al fin determinar su propio futuro.
¿Qué clase de futuro determinaron?
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Los últimos 20 años se pueden dividir en tres fases. En la primera, se creó una economía de mercado, se estableció el Estado de derecho y se construyeron las instituciones democráticas. Después, solicitamos la admisión en la OTAN y nos preparamos para la membresía en la Unión Europea, con todas las reformas institucionales que esos objetivos implicaban. La tercera fase fue de puesta al día de la economía que, a diferencia de las primeras dos, realmente no ha sido exitosa en Hungría, y actualmente quizá incluso esté retrocediendo. Pero, para Europa central en su conjunto, los últimos 20 años han sido los mejores desde la Paz de Westfalia, e incluso Eslovaquia y Eslovenia se han adherido a la zona del euro.
No obstante, la crisis económica y financiera global ha ensombrecido el vigésimo aniversario de la caída del comunismo. Y es evidente que los grandes ganadores de la globalización ya no son los europeos o los estadounidenses, sino los asiáticos. El mercado mundial se está volviendo a dividir –de manera pacífica porque los territorios y los mercados están separados, de forma que ninguna potencia ocupa el territorio de otra.
Pero de cualquier forma, Europa debe reconocer la necesidad de distinguir claramente entre socios, competidores y oponentes, y formular una política más sofisticada y articulada hacia Rusia en particular. Por ejemplo, los centroeuropeos somos oponentes cuando no aceptamos la política rusa de renovar las “esferas de interés” y las “zonas de seguridad”.
Además, después de todo lo que ha ocurrido en los últimos seis meses, los centroeuropeos ya no podemos mirar con admiración a los viejos países que representan los valores morales de la civilización occidental. La crisis no fue resultado de la mala suerte o de un malentendido profesional, sino de problemas de carácter, especialmente en Estados Unidos y después en Europa occidental. Hubo robo de dinero, no únicamente “mala administración”. Las inversiones no fueron simplemente malas, sino inaceptablemente riesgosas. La falta de moral de los líderes empresariales provocó esta crisis, y entre ellos no hay centroeuropeos.
Europa central se encuentra en una situación completamente nueva. Las medidas de manejo de la crisis que ha adoptado el mundo occidental han aislado prácticamente a nuestros países del mercado de la UE. En esta situación, los países de Europa central deben cooperar para defender sus propios intereses, así como su sueño de una Europa común. La pregunta que se plantea a la élite europea es si creemos en la labor de los últimos 20 años, si creemos en un mercado europeo integrado y una Comunidad Europea cada vez más amplia. Si no, primero los países más grandes y poderosos y después los centroeuropeos se alejarán del sueño europeo.
Quienes creemos que los últimos 20 años fueron positivos, y que vamos por el camino correcto, seguimos siendo mayoría en Hungría. Europa y el mundo necesitan que nuestro continente esté unido y sea fuerte. Si nuestra fe es lo suficientemente sólida podemos sobrevivir a esta crisis sin destruir lo que hemos construido juntos mediante la apertura de nuestras fronteras, la destrucción del Muro, la unificación de Alemania y la finalización de nuestras transiciones democráticas.