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Hungría: una elección por la libertad

NUEVA YORK – Cuando en abril los húngaros vayan a las urnas, estará en juego la democracia liberal, y no sólo en Hungría. El expresidente estadounidense Donald Trump alienta la candidatura del primer ministro populista Viktor Orbán. Tucker Carlson, la figura con más audiencia del canal televisivo Fox News, viajó a Budapest para promover la variante de nacionalismo étnico que representa Orbán. Pero Orbán se enfrenta al reto más serio desde su regreso al poder en 2010.

La oposición húngara, normalmente dividida, se unió por fin detrás de un único candidato: Péter Márki-Zay, alcalde conservador de Hódmezővásárhely, una pequeña población rural en el centro del país. Cristiano devoto y padre de siete hijos, Márki-Zay se presenta con una plataforma proeuropea, a favor del Estado de Derecho y contra la corrupción. Se describe como «todo aquello que Viktor Orbán finge ser».

Orbán, que hoy tiene 58 años, era un agitador reformista hace treinta. Pero en el transcurso de la última década, transformó a Hungría en una «democracia iliberal», donde sólo su voz representa al pueblo. Durante su primer período como primer ministro entre 1998 y 2002, guió el ingreso de Hungría a la OTAN y a la Unión Europea. Pero tras la derrota que sufrió en 2002, se juró nunca más arriesgarse a perder una elección. Abandonó su anterior agenda proeuropea y prodemocracia y abrazó la política del etnonacionalismo y del malestar antiglobalista.

Tras su regreso al gobierno en 2010 con una mayoría parlamentaria de dos tercios, Orbán reescribió la constitución de Hungría y su legislación electoral para afirmarse en el poder. Al poco tiempo, su partido (Fidesz) controlaba los medios y tribunales húngaros, incluido el Tribunal Constitucional. En tanto, Orbán y sus amigos se volvieron muy ricos.

En la campaña electoral de este año, Orbán celebró mitines en los que acusó a la UE de intentar «arrancar Hungría de las manos de la Virgen María para arrojarla a los pies de Bruselas». Pero sus arengas y flagrantes violaciones de las normas y valores europeos no han impedido a Hungría seguir perteneciendo al bloque. La intrincada burocracia europea no está diseñada para hacer frente a un autócrata como Orbán. No tiene mecanismos que le permitan ponerle coto; sobre todo, porque contó con otro gobierno iliberal, el de Polonia, dispuesto a vetar cualquier acción en su contra.

Siendo húngara de nacimiento, la elección de este año es una cuestión personal para mí. Tenía yo seis años cuando en 1955 abrí la puerta de nuestro apartamento en Budapest y vi a tres hombres vestidos de operarios. «Venimos a revisar el medidor de gas», mintió uno de ellos. «Ve a buscar a tu madre». Así que la llamé, volví a mi cuarto, y no volví a verla (ni a mi padre, que ya estaba en prisión) por casi dos años. Mis padres, últimos periodistas independientes en la Hungría bajo control soviético, fueron declarados culpables de espionaje y sentenciados a largas penas de prisión.

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Incluso en el contexto de la Guerra Fría, que encarcelaran a una pareja con dos hijas pequeñas fue lo bastante escandaloso para salir en portada en TheNew York Times. Felizmente, mis padres fueron liberados dieciocho meses después, justo a tiempo para cubrir el levantamiento húngaro de octubre de 1956. Pero la revolución de ese año fue aplastada brutalmente por tanques y soldados soviéticos, hecho que dio inicio a una ocupación que duró hasta 1989. En su segundo discurso inaugural, en enero de 1957, el presidente Dwight D. Eisenhower proclamó: «Budapest ya no es un mero nombre de ciudad; de aquí en adelante es un nuevo símbolo luminoso del anhelo humano de libertad».

Yo aún era pequeña cuando al año siguiente emigramos a Occidente. Pero sigo sintiendo un enorme orgullo por el país que nos obligaron a abandonar. El 16 de junio de 1989 estuve con otros 300 000 húngaros en la Plaza de los Héroes en Budapest, cuando se dio nuevo entierro a los muertos de la revolución fallida.

Conmovida hasta las lágrimas por la solemne ceremonia, aún recuerdo al último orador, un muchacho de 26 años, delgado, con barba, que declaró: «Con determinación suficiente, podemos obligar al partido [comunista] gobernante a enfrentar elecciones libres». Con esas palabras inspiradoras, el joven Orbán inició su ascenso político. Unos meses después se fue de Budapest para estudiar en la Universidad de Oxford con una beca del financista y filántropo estadounidense George Soros, a quien hoy calumnia todo el tiempo para usarlo como chivo expiatorio en cualquier tema.

En 1995, mientras demagogos regionales alentaban una guerra genocida en los Balcanes, elegí mi ciudad natal como lugar para contraer matrimonio con el diplomático Richard Holbrooke, que aún estaba en medio de las negociaciones para el final del conflicto. En el brindis nupcial, con el presidente húngaro Árpád Göncz a su lado, mi nuevo marido dijo: «Con este matrimonio, también le doy una nueva bienvenida a Hungría a la familia europea de democracias a la que pertenece».

Richard y yo tuvimos una relación amistosa con Orbán durante su primer mandato; incluso vino a cenar a casa. Aunque no es un dictador asesino a la manera del presidente ruso Vladimir Putin, carece de convicciones profundas, más allá de la acumulación de poder para sí mismo. Su ingenio está en atizar sentimientos de nacionalismo frustrado y asegurar a los húngaros que es el único que puede protegerlo de un mundo hostil y no cristiano. Ese mismo discurso lo oí a menudo hace veinticinco años en labios de los señores de la guerra en los Balcanes.

Aunque Hungría ya no encarcele a periodistas independientes, el régimen de Orbán silencia las voces críticas en formas más sutiles e igual de efectivas; por ejemplo, negando licencias de radiodifusión y concentrando medios de prensa en conglomerados manejados por aliados de Orbán. Las tropas soviéticas que otrora patrullaron mi vecindario ya no están; pero en Orbán, Putin tiene un aliado dentro de la UE, aunque el Kremlin esté poniendo en riesgo la seguridad de Hungría desde el este, en Ucrania.

Orbán se mostró incapaz de hacer realidad la promesa que pronunció en la Plaza de los Héroes en 1989. Cuando el Estado controla el 90% de los medios en Hungría, mal pueden las elecciones llamarse «libres». Pero la decisión de este año no depende de Trump, o de Carlson, ni siquiera de Orbán; depende de los votantes húngaros.

Casi medio millón de húngaros (de una población de diez millones) optaron por emigrar desde que Orbán asumió el poder. Ahora los miembros de la diáspora húngara tenemos una responsabilidad especial de hacernos oír, para que los húngaros ya no tengan que irse a hacer realidad su potencial en otro país.

Por segunda vez en mi vida, Hungría tiene una oportunidad de ser un «símbolo luminoso del anhelo humano de libertad». Pero es necesario que los húngaros la aprovechen mientras todavía pueden.

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