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Para una innovación biotecnológica exitosa

CAMBRIDGE – La pandemia de COVID‑19 modificó las actitudes hacia la salud pública, la política fiscal y el papel del Estado en la economía. Las demandas de una mayor resiliencia de las cadenas de suministro y autonomía estratégica en el desarrollo y la producción de medicamentos dieron lugar al concepto de «soberanía biotecnológica».

El presidente francés Emmanuel Macron, por ejemplo, anunció un ambicioso plan para que Francia produzca al menos veinte bioterapias nuevas de aquí a 2030. Con financiación del banco público de inversión francés, la iniciativa La French Care de su gobierno apunta a dar apoyo al ecosistema biotecnológico local y convertir a Francia en una «nación pionera en tecnología ARNm». Del mismo modo, muchos otros gobiernos (Países Bajos, el Reino Unido y otros) están apostando a su sector biotecnológico.

Este interés es bienvenido, pero ¿será suficiente? Como mostró la experiencia de la COVID, para conseguir autorización para un puñado de vacunas y terapias hay que hacer cientos de ensayos clínicos, para compuestos nuevos y ya existentes, y muchos de esos ensayos fracasan. La innovación médica es cara, y los costos y riesgos que trae aparejados suelen ser materia de incomprensión, tanto de parte de los funcionarios cuanto de la ciudadanía.

Basta pensar en la historia de las terapias con ácido ribonucleico de interferencia (ARNi), una nueva categoría de medicamentos que combaten las causas genéticas de las enfermedades, mediante el uso de ARN de interferencia pequeño (ARNip) para «desactivar» proteínas dañinas en el origen. Estos tratamientos tienen un potencial prácticamente ilimitado, pero para los pacientes, el camino entre la posibilidad científica y la oportunidad real ha sido muy largo.

El descubrimiento de la estructura y función del ADN en los años cincuenta fue el inicio de un esfuerzo sostenido de investigación para comprender los mecanismos biológicos en los que se basa el proceso de la expresión génica. Sobre la base de estos avances, Andrew Fire y Craig Mello descubrieron en 1998 el ARNi, o «silenciamiento génico», lo que les valió el Premio Nobel en 2006.

El descubrimiento de Fire y Mello generó mucho entusiasmo por el posible uso de ARNip como un nuevo tipo de terapia. Las empresas farmacéuticas invirtieron grandes sumas en esta nueva área de investigación, pero en cuanto trataron de crear terapias basadas en la tecnología ARNi se encontraron con una serie de desafíos técnicos. El problema principal era cómo llevar el ARNip al lugar correcto dentro del organismo humano para que sea eficaz (es decir, al órgano donde se expresa el gen causante de la enfermedad). Las dificultades halladas al navegar este territorio inexplorado llevaron a que muchos investigadores y empresas perdieran las esperanzas.

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A principios de la década de 2010, la mayoría de las grandes farmacéuticas habían dejado por completo de invertir en esta tecnología. Sólo un puñado de empresas (entre ellas nuestra Alnylam) siguieron firmes y al final consiguieron resolver el problema del transporte al lugar correcto, usando «nanopartículas lipídicas» como portadoras de ARNi. Ya hay cuatro terapias de ARNi con autorización de la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos y de la Agencia Europea de Medicamentos, y las vacunas de ARNm contra la COVID‑19 usan nanopartículas lipídicas. Pero es importante recordar que llegar a este punto le llevó a Alnylam veinte años y casi 7500 millones de dólares.

La historia del ARNi ofrece importantes enseñanzas respecto de la «soberanía biotecnológica». En primer lugar, el éxito no depende solamente de la excelencia científica y del apoyo público. Hoy el área metropolitana de Boston es un nodo biotecnológico de primera línea, que alberga más de mil empresas relacionadas con la biotecnología. Pero crear ese ecosistema llevó cincuenta años, desde la fundación en los años setenta de Biogen.

El ecosistema biotecnológico de Boston debe su crecimiento a la interacción de varias fuerzas. Un factor indudable fue la presencia de experiencia biomédica de primera línea dentro de la Universidad Harvard y del MIT, pero también fue esencial la disponibilidad de destrezas interdisciplinarias en ingeniería, negocios, finanzas, computación y ciencia de datos. También lo fue la proximidad de la joven industria con algunos de los hospitales de investigación más grandes del mundo. La colaboración entre la comunidad científica y la comunidad médica fue crucial para el desarrollo clínico. Finalmente, capitalistas e inversores en Boston y Nueva York proveyeron la financiación inicial necesaria.

Una segunda enseñanza tiene que ver con la «soberanía», un concepto que puede ser problemático, ya que implica una orientación nacionalista. En realidad, para que un ecosistema biotecnológico funcione, tiene que ser abierto y con orientación internacional, para poder aprovechar la experiencia científica, el talento y el capital de todo el mundo. No es casualidad que muchas de las mayores farmacéuticas europeas y japonesas (Sanofi, Novartis, Takeda e Ipsen) hayan invertido en instalaciones en Boston.

Para facilitar el crecimiento internacional de las empresas locales, los gobiernos tienen que adoptar políticas favorables a la atracción de capital humano y financiero desde el extranjero. El RU parece ser consciente de esto: a través del UK Biobank, un importante biorrepositorio para la investigación biomédica, el país usa los datos de su Servicio Nacional de Salud (NHS) para establecer acuerdos de asociación con empresas e investigadores de todo el mundo, con el objetivo final de desarrollar nuevos medicamentos.

En tercer lugar, la innovación médica demanda una considerable provisión de fondos desde los sectores público y privado. En esto Europa sigue rezagada respecto de Estados Unidos. Se necesita mucha más financiación para que Europa se ponga a la par y (acaso lo más importante) para que China no la supere en la carrera biotecnológica global.

Finalmente, para asegurar la sostenibilidad financiera y un ciclo continuo de inversiones, los incentivos del mercado y los incentivos públicos deben estar alineados, de modo de recompensar la innovación. En esto también Europa está muy atrasada respecto de Estados Unidos. La gran fragmentación del mercado europeo demora la difusión de las innovaciones y por tanto reduce la rentabilidad de las inversiones. La combinación de oportunidades de crecimiento limitadas y los riesgos comerciales asociados con un acceso desfavorable a los mercados genera muchos desincentivos contrarios a la inversión en capacidades de investigación y en ensayos clínicos.

La creación de un mercado europeo más unificado, en el que las nuevas innovaciones sigan un proceso de evaluación ágil y previsible, puede corregir estos problemas y crear un círculo virtuoso de inversión y crecimiento. Pero para eso será necesario un cambio de mentalidad. Las instancias de decisión tienen que empezar a ver la innovación biotecnológica como una inversión estratégica en vez de un costo sanitario.

También tienen que mejorar el acceso a nuevas innovaciones, como ha hecho el NHS con su iniciativa de gestión sanitaria poblacional, en la que los historiales clínicos de los pacientes se usan para proveer acceso anticipado y amplio a nuevos tratamientos. Existen muchas otras soluciones innovadoras, pero para guiarlas hasta su adopción se necesita más diálogo y un nuevo pacto social entre el sector biotecnológico, los gobiernos y el público.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/v2GlJATes