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La arcaica mentira de Trump sobre las papeletas de votación

NUEVA YORK – A medida que Estados Unidos está cada vez más cerca de sus elecciones presidenciales más significativas y contenciosas en mucho tiempo, se habla mucho sobre el voto por correo. Algunos ven esta opción como necesaria para garantizar que todos tengan acceso a las papeletas electorales en medio de la pandemia COVID-19, y que de manera particular puedan acceder a las mismas los obreros y los integrantes de grupos minoritarios, que son los que tienen tasas de infección desproporcionadamente altas. Pero otros, incluido entre ellos el presidente Donald Trump, se oponen a viva voz a las papeletas de votación enviadas por correo, arguyendo un supuesto riesgo de fraude.

Su argumento es espurio, y no es realmente novedoso. Durante los últimos seis siglos, aquellos que buscan limitar el sufragio han tratado de alcanzar sus objetivos citando la necesidad de mantener la “integridad” del sistema electoral.

Consideremos el caso de Inglaterra a principios del siglo XV. En esa época, cada condado inglés enviaba a dos “caballeros de la comarca” para que sean sus representantes en el Parlamento. Y, debido a que no había ninguna ley formal que rigiera cómo se seleccionaría a dichos caballeros (un término en gran medida honorífico), la organización de un proceso de elección recaía bajo la responsabilidad del comisario de cada condado.

Por costumbre, todos los habitantes varones libres de un condado tenían el derecho a participar, mientras que las mujeres quedaban excluidas. Indudablemente, algunas de estas elecciones fueron ruidosas e indisciplinadas – como suele ser la democracia – pero, dichas elecciones permitieron una participación (masculina) mucho mayor de la que dentro de un futuro muy cercano se iría a producir.

En el año 1429, miembros de la Cámara de los Comunes solicitaron al rey Enrique VI que aceptara una nueva ley que aparentemente tenía la intención de garantizar que las elecciones de los condados al Parlamento se llevaran a cabo pacíficamente. La petición establecía que sin esta nueva ley “muy probablemente surgirían y se producirían homicidios, disturbios, asaltos y divisiones”. En otras palabras, los partidarios de esta ley afirmaron que la integridad del proceso electoral estaba en peligro.

Sin embargo, el método propuesto por los parlamentarios para abordar el problema percibido delató su verdadera motivación. Solicitaron que el sufragio electoral del condado se restringiera a aquellos que poseían tierras que arrojaban una ganancia anual de al menos 40 chelines, una suma significativa en esa época.

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La causa fundamental del problema, como la vieron los partidarios de dicha ley, fue “las grandes y excesivas cantidades de personas” que habían estado participando en las elecciones. La regla de los 40 chelines se convirtió en ley en Inglaterra en 1430, y no sería derogada hasta que el Parlamento aprobara la Ley de la Gran Reforma en el año 1832.

Con ese acto, el Parlamento finalmente recobró la conciencia sobre que la regla de los 40 chelines era un anacronismo.  Pero luego, un nuevo giro en la historia trajo consigo una característica de las votaciones que hoy consideramos sagrada. Algunos miembros del Parlamento abogaron no sólo por expandir el sufragio, sino también a favor de que el sufragio sea secreto en el caso de las elecciones a la Cámara de los Comunes. Desde tiempos inmemoriales, la votación en las elecciones del condado se había llevado a cabo en público, lo que había permitido que las personas con medios intimidaran o sobornaran a otras para que votaran según las instrucciones que se les impartía.

Pero pasarían otros 40 años antes de que el Parlamento finalmente adoptara el Decreto de Papeleta de 1872. Una de las principales razones para el retraso en la implementación de la votación secreta fue que los opositores arguyeron, una vez más, que se pondría en peligro la integridad del proceso electoral. Algunos parlamentarios ya habían propuesto una votación secreta en 1830, pero otros replicaron, en aquel momento, que tal medida conduciría a un “eterno recelo e hipocresía”. En 1862, otro opositor de las votaciones secretas dijo algo muy parecido, al afirmar que “en lugar de ser un control sobre el soborno, lo facilitaría impidiendo su detección en muchos casos”.

Tristemente, estos argumentos hoy se repiten en Estados Unidos, país que ha ingresado a una nueva era de restricciones de votación que recuerda la privación del derecho al voto a los afroamericanos en el pasado. En los últimos años, 25 Estados estadounidenses han aprobado leyes que dificultan el voto, como por ejemplo leyes que exigen la presentación de un documento de identidad con foto o incluso evidencia de ciudadanía. Los Estados también limitaron la concurrencia al reducir la cantidad de centros de votación.

El claro efecto de estas medidas es inclinar el campo de juego, desfavoreciendo a los grupos minoritarios y de bajos ingresos. Al igual que en Inglaterra hace 600 años, el objetivo manifiesto – preservar la integridad del proceso electoral – es meramente una conveniente cortina de humo.

En el debate que se produce en Estados Unidos sobre el voto por correo – una medida respaldada por una gran mayoría de los adultos estadounidenses – los opositores a una amplia participación electoral están planteando una vez más el fantasma del fraude y la corrupción para ir tras la consecución de objetivos partidistas utilitarios. Sin citar ninguna evidencia, afirman que este nuevo sistema de votación está de alguna manera sujeto a mayores irregularidades que el tradicional voto presencial.

Pero el verdadero temor de Trump y de otros es que el voto por correo vaya a aumentar la concurrencia de votantes y vaya a ayudar a los candidatos demócratas, a pesar de que ni siquiera hay la certeza sobre que tal efecto exista en los Estados que ya permiten el voto por correo. Sólo podemos esperar que, con el pasar del tiempo, los defensores del sufragio expandido reanuden su racha ganadora.

Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

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