NUEVA YORK – Poco después de ver la noticia de la invasión rusa de Ucrania llenando la pantalla de mi computadora, recibí un e‑mail, que pareció señalar otro hito en el desmantelamiento del viejo orden global. Tenía entradas para asistir a un concierto de la Filarmónica de Viena en el Carnegie Hall, y me enviaron un «anuncio de atención al cliente» para informarme que Valery Gergiev (descrito como un «amigo y destacado simpatizante del presidente de Rusia Vladímir V. Putin») ya no iba a dirigir la orquesta. Después de eso, muchas otras orquestas también cortaron relaciones con Gergiev.
Hasta la invasión rusa, todavía se podía creer que un «desacople» total de Occidente respecto de China y Rusia fuera a la vez improbable e imprudente. Pero la remoción de Gergiev es una metáfora del modo en que el recién creado eje sinorruso está catalizando una fractura que ahora afectará todo, desde los intercambios culturales hasta el comercio internacional.
Al fin y al cabo, hasta antes de la invasión, muchos dudaban de que la Unión Europea (en particular, Alemania) se quitara del brazo la aguja del gas natural ruso (sobre todo disponiendo de una vena nueva con el gasoducto Nord Stream 2). Del mismo modo, muchos se preguntaron de qué manera podría Estados Unidos cortar su adicción a los productos chinos de bajo costo, ahora que muchas de sus fábricas han cerrado.
En los tiempos de paz de la globalización (cuando el «hombre de Davos» dominaba el planeta con alegres lugares comunes sobre un juego sin perdedores), parecía que las cadenas globales de suministro prometían beneficios ilimitados para todos. ¿Qué había de malo en externalizar producción a tierras lejanas que pudieran fabricar algo más barato y llevarlo a puerto en menos tiempo? La apertura de mercados iba a crear sociedades más abiertas. Sólo había que seguir comerciando con el extranjero, sin prestar atención al modelo ideológico o político del otro país. Así fue que Occidente, y buena parte del resto del mundo, se volvieron codependientes respecto de Rusia (por el gas) y China (por tierras raras, polisilicio, medicamentos y simples bienes de consumo).
Pero ahora que Putin invadió Ucrania y el presidente chino Xi Jinping se muestra revanchista hacia Taiwán, nos encontramos ante una fractura que afecta no sólo al orden mundial y al mercado internacional, sino también a intercambios culturales inofensivos.
¿Qué impulsa este inesperado y peligroso descarrilamiento? ¿Por qué echará Putin los verdaderos intereses nacionales de Rusia por la ventana, invadiendo lo que fuera un país hermano? ¿Qué puede llevar a Xi a tolerar el sacrificio del histórico milagro económico de su propio pueblo por capturar una pequeña isla que China no gobierna hace más de un siglo? ¿Por qué estos dos autoritarios modernos se entregan a impulsos tan autodestructivos, malquistándose con tantos países importantes justo cuando el mundo se estaba volviendo tan interdependiente?
En primer lugar, hay que recordar que los autócratas tienen mucho más margen de acción, porque enfrentan escasos o nulos controles y contrapesos. Como líderes «supremos», pueden modelar las políticas, según les dicten sus trastornos de carácter, sin que nadie les ponga peros. Putin y Xi tienen antecedentes y personalidades muy diferentes, pero comparten algunos rasgos clave. Ambos son hombres profundamente inseguros y paranoicos que han sido moldeados por relatos históricos de resentimiento, sobre todo contra las «grandes potencias» de Occidente.
Estos relatos giran en torno de tópicos leninistas basados en ideas de explotación extranjera, humillación y victimización. Demonizan a las democracias occidentales cual hipócritas y opresoras (como en la teoría del imperialismo de Lenin). Y acusan a Occidente de tener actitudes arrogantes y desdeñosas.
Más que cualquier otra cosa, Putin y Xi quieren respeto. Pero saben que la mayoría de los líderes occidentales no respetan (y probablemente jamás respetarán) su autoritarismo, sin importar lo eficaces que sean tendiendo líneas férreas de alta velocidad, construyendo ciudades modernas u organizando juegos olímpicos. Este síndrome de déficit de respeto ha creado su imperio de resentimiento y reproches. Putin y Xi son conscientes de que nunca lo superarán, por más que sus políticas en asuntos exteriores, tecnología y espacio promuevan el desarrollo de sus países, y sin importar cuánto gas y petróleo le vendan al mundo. Y de nada sirve querer explicarles que para obtener respeto tienen que comportarse en forma respetable, en vez de encarcelar a candidatos opositores y disidentes (incluso premios Nobel), perseguir a la gente por sus creencias religiosas, hostigar a otros países con políticas comerciales punitivas y lanzar invasiones. Tras abrazar el dogma leninista de victimización, Putin y Xi quieren al mismo tiempo derribar el orden occidental y ser objeto de su estima.
De allí que los anime una contradicción que no se resolverá por más que Occidente intente darles garantías. Ni siquiera el efecto curativo del «relacionamiento» (engagement) sostenido por nueve presidencias estadounidenses bastó para que China supere la sensación de ser blanco constante de desaprobación y amenaza ideológica (en la forma de «evolución pacífica» y «revoluciones de colores») por parte de las democracias del mundo. Putin y Xi no soportan tener que vivir al lado de democracias exitosas, como Ucrania y Taiwán, integradas por pueblos con historia, cultura y composición étnica similares.
La fuerza magnética del resentimiento compartido acercó tanto a estos dos exrivales que hace poco declararon que su alianza «no tiene límites». Ambos insisten en que corresponde a los habitantes del país «decidir si su Estado es democrático». Y ambos aseguran que lideran una nueva clase de democracia, aunque Putin se crea un zar y la versión de gobernanza que propone Xi sea una «dictadura democrática del proletariado».
La cuestión ahora es si Rusia y China podrán mantener su pacto oportunista tras la decisión de Putin de ir a la guerra. Justo antes de la invasión, el ministro chino de asuntos exteriores Wang Yi señaló ante la Conferencia de Seguridad de Múnich la necesidad de proteger la «soberanía» y la «integridad territorial» de todos los países, y que «Ucrania no es la excepción». Y después, Xi llamó a Putin para explicarle que si bien comprende los temores de Rusia por su seguridad, China respeta la soberanía de los estados nacionales y sostiene los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Al fin y al cabo, el Partido Comunista de China no quiere que potencias extranjeras interfieran en sus propios «asuntos internos», y ni hablemos de invadir China.
¿Cuál de estos imperativos resultará vencedor? Lo más probable es que la aversión compartida que profesan China y Rusia a la democracia liberal (y a los aires de superioridad de los líderes democráticos) terminará imponiéndose sobre la anticuada idea decimonónica de que la soberanía nacional es sagrada. El relato de victimización que mediante la reactualización de resentimientos da sustento psicológico al nacionalismo de ambos países es demasiado potente para que lo anulen las sutilezas del derecho internacional.
Traducción: Esteban Flamini
NUEVA YORK – Poco después de ver la noticia de la invasión rusa de Ucrania llenando la pantalla de mi computadora, recibí un e‑mail, que pareció señalar otro hito en el desmantelamiento del viejo orden global. Tenía entradas para asistir a un concierto de la Filarmónica de Viena en el Carnegie Hall, y me enviaron un «anuncio de atención al cliente» para informarme que Valery Gergiev (descrito como un «amigo y destacado simpatizante del presidente de Rusia Vladímir V. Putin») ya no iba a dirigir la orquesta. Después de eso, muchas otras orquestas también cortaron relaciones con Gergiev.
Hasta la invasión rusa, todavía se podía creer que un «desacople» total de Occidente respecto de China y Rusia fuera a la vez improbable e imprudente. Pero la remoción de Gergiev es una metáfora del modo en que el recién creado eje sinorruso está catalizando una fractura que ahora afectará todo, desde los intercambios culturales hasta el comercio internacional.
Al fin y al cabo, hasta antes de la invasión, muchos dudaban de que la Unión Europea (en particular, Alemania) se quitara del brazo la aguja del gas natural ruso (sobre todo disponiendo de una vena nueva con el gasoducto Nord Stream 2). Del mismo modo, muchos se preguntaron de qué manera podría Estados Unidos cortar su adicción a los productos chinos de bajo costo, ahora que muchas de sus fábricas han cerrado.
En los tiempos de paz de la globalización (cuando el «hombre de Davos» dominaba el planeta con alegres lugares comunes sobre un juego sin perdedores), parecía que las cadenas globales de suministro prometían beneficios ilimitados para todos. ¿Qué había de malo en externalizar producción a tierras lejanas que pudieran fabricar algo más barato y llevarlo a puerto en menos tiempo? La apertura de mercados iba a crear sociedades más abiertas. Sólo había que seguir comerciando con el extranjero, sin prestar atención al modelo ideológico o político del otro país. Así fue que Occidente, y buena parte del resto del mundo, se volvieron codependientes respecto de Rusia (por el gas) y China (por tierras raras, polisilicio, medicamentos y simples bienes de consumo).
Pero ahora que Putin invadió Ucrania y el presidente chino Xi Jinping se muestra revanchista hacia Taiwán, nos encontramos ante una fractura que afecta no sólo al orden mundial y al mercado internacional, sino también a intercambios culturales inofensivos.
¿Qué impulsa este inesperado y peligroso descarrilamiento? ¿Por qué echará Putin los verdaderos intereses nacionales de Rusia por la ventana, invadiendo lo que fuera un país hermano? ¿Qué puede llevar a Xi a tolerar el sacrificio del histórico milagro económico de su propio pueblo por capturar una pequeña isla que China no gobierna hace más de un siglo? ¿Por qué estos dos autoritarios modernos se entregan a impulsos tan autodestructivos, malquistándose con tantos países importantes justo cuando el mundo se estaba volviendo tan interdependiente?
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En primer lugar, hay que recordar que los autócratas tienen mucho más margen de acción, porque enfrentan escasos o nulos controles y contrapesos. Como líderes «supremos», pueden modelar las políticas, según les dicten sus trastornos de carácter, sin que nadie les ponga peros. Putin y Xi tienen antecedentes y personalidades muy diferentes, pero comparten algunos rasgos clave. Ambos son hombres profundamente inseguros y paranoicos que han sido moldeados por relatos históricos de resentimiento, sobre todo contra las «grandes potencias» de Occidente.
Estos relatos giran en torno de tópicos leninistas basados en ideas de explotación extranjera, humillación y victimización. Demonizan a las democracias occidentales cual hipócritas y opresoras (como en la teoría del imperialismo de Lenin). Y acusan a Occidente de tener actitudes arrogantes y desdeñosas.
Más que cualquier otra cosa, Putin y Xi quieren respeto. Pero saben que la mayoría de los líderes occidentales no respetan (y probablemente jamás respetarán) su autoritarismo, sin importar lo eficaces que sean tendiendo líneas férreas de alta velocidad, construyendo ciudades modernas u organizando juegos olímpicos. Este síndrome de déficit de respeto ha creado su imperio de resentimiento y reproches. Putin y Xi son conscientes de que nunca lo superarán, por más que sus políticas en asuntos exteriores, tecnología y espacio promuevan el desarrollo de sus países, y sin importar cuánto gas y petróleo le vendan al mundo. Y de nada sirve querer explicarles que para obtener respeto tienen que comportarse en forma respetable, en vez de encarcelar a candidatos opositores y disidentes (incluso premios Nobel), perseguir a la gente por sus creencias religiosas, hostigar a otros países con políticas comerciales punitivas y lanzar invasiones. Tras abrazar el dogma leninista de victimización, Putin y Xi quieren al mismo tiempo derribar el orden occidental y ser objeto de su estima.
De allí que los anime una contradicción que no se resolverá por más que Occidente intente darles garantías. Ni siquiera el efecto curativo del «relacionamiento» (engagement) sostenido por nueve presidencias estadounidenses bastó para que China supere la sensación de ser blanco constante de desaprobación y amenaza ideológica (en la forma de «evolución pacífica» y «revoluciones de colores») por parte de las democracias del mundo. Putin y Xi no soportan tener que vivir al lado de democracias exitosas, como Ucrania y Taiwán, integradas por pueblos con historia, cultura y composición étnica similares.
La fuerza magnética del resentimiento compartido acercó tanto a estos dos exrivales que hace poco declararon que su alianza «no tiene límites». Ambos insisten en que corresponde a los habitantes del país «decidir si su Estado es democrático». Y ambos aseguran que lideran una nueva clase de democracia, aunque Putin se crea un zar y la versión de gobernanza que propone Xi sea una «dictadura democrática del proletariado».
La cuestión ahora es si Rusia y China podrán mantener su pacto oportunista tras la decisión de Putin de ir a la guerra. Justo antes de la invasión, el ministro chino de asuntos exteriores Wang Yi señaló ante la Conferencia de Seguridad de Múnich la necesidad de proteger la «soberanía» y la «integridad territorial» de todos los países, y que «Ucrania no es la excepción». Y después, Xi llamó a Putin para explicarle que si bien comprende los temores de Rusia por su seguridad, China respeta la soberanía de los estados nacionales y sostiene los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Al fin y al cabo, el Partido Comunista de China no quiere que potencias extranjeras interfieran en sus propios «asuntos internos», y ni hablemos de invadir China.
¿Cuál de estos imperativos resultará vencedor? Lo más probable es que la aversión compartida que profesan China y Rusia a la democracia liberal (y a los aires de superioridad de los líderes democráticos) terminará imponiéndose sobre la anticuada idea decimonónica de que la soberanía nacional es sagrada. El relato de victimización que mediante la reactualización de resentimientos da sustento psicológico al nacionalismo de ambos países es demasiado potente para que lo anulen las sutilezas del derecho internacional.
Traducción: Esteban Flamini