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Superar el trumpismo

NUEVA YORK – Butler, Pensilvania, es un pequeño pueblo acerero al norte de Pittsburgh, con una población de 13 000 personas. Donald Trump es muy querido allí. Una residente del lugar, Nadine Schoor (63), describió con estos términos al New York Times sus sentimientos acerca del presidente: «Veo al presidente Trump como miembro de la familia; la familia es el país (…) Y él es el padre. Es muy firme y no le preocupa lo que piense la gente, con tal de hacer lo que sabe que está bien».

Los encuestadores, los demócratas y los progresistas en general subestimaron otra vez el entusiasmo y la fortaleza numérica de simpatizantes de Trump como Schoor. Aunque Joe Biden consiguió, por escaso margen, la victoria, hay millones de personas que piensan (y votaron) como ella: que Trump es «uno de nosotros», padre y salvador.

El hecho de que se haya subestimado a esos votantes y la confianza infundada en una victoria aplastante de Biden son prueba del abismo creciente que se ha abierto entre el Estados Unidos urbano, educado, más o menos progresista y el Estados Unidos rural y de clase trabajadora. Como otros partidos progresistas del mundo occidental, el Partido Demócrata representaba en otros tiempos los intereses de la clase trabajadora, sobre todo la clase trabajadora blanca, pero a menudo también los trabajadores de color. Los republicanos representaban los intereses de las grandes empresas y de las clases acomodadas.

Pero al reducirse la importancia de la industria pesada, la lealtad de clase de los dos grandes partidos estadounidenses comenzó a cambiar, a la par que progresistas de todo el mundo comenzaban a prestar más atención a la igualdad racial, sexual y de género. Son metas loables y necesarias, pero esta forma de política identitaria es más atractiva para ciudadanos urbanos con alto nivel académico que para trabajadores, mineros o agricultores cuyas identidades no tienen tanto que ver con la justicia social cuanto con la religión y el derecho a poseer armas.

El repudio del Partido Demócrata a las ideas de estos votantes por «deplorables» o «racistas» atizó el resentimiento contra las élites urbanas y lanzó a muchos a la búsqueda de un nuevo hogar político. Cuando Donald Trump apareció ante los trabajadores y agricultores con su gorra de béisbol roja, supo expresar las antipatías de esos votantes, en forma basta pero eficaz. Producto decadente de un entorno de negocios inmobiliarios turbios lindantes con el mundo del delito organizado, Trump compartía los resentimientos de clase de personas que sólo podrían soñar con su riqueza. Se convirtió en su salvador y encadenó a los republicanos con el populismo de ultraderecha. Incluso sin Trump en la presidencia, el Partido Republicano seguirá siendo por mucho tiempo el partido de Trump.

Pero ¿habrían seguido los republicanos el mismo camino en otras condiciones? ¿Ha sido Trump un motor de cambios políticos y sociales, o sólo fue un oportunista inescrupuloso que manipuló fuerzas que ya estaban listas para ser explotadas? ¿Será solo la peor expresión de un orden político corrupto, sin la fachada de «decencia» y «civilidad»? ¿O será que buena parte de esa corrupción es atribuible a él?

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Los críticos de Trump dieron mucha importancia a su «inédito» avasallamiento de normas: declarar que cualquier resultado electoral que no fuera su victoria sería fraudulento e ilegítimo; llamar a los periodistas «enemigos del pueblo»; amenazar con la violencia a opositores; enriquecer a sus familiares y amigos; etcétera.

Esa conducta es, de hecho, una amenaza contra los cimientos liberales de la democracia estadounidense. Pero también es verdad que los problemas (o la corrupción, si se prefiere) que Trump explotó eran muy anteriores a él: la divergencia creciente entre ricos y pobres, el abuso del poder corporativo, el perjuicio que la globalización causó a algunas personas. ¿Habrían estos problemas llevado a un asalto a las instituciones democráticas de Estados Unidos y al coqueteo con el autoritarismo si no hubiera estado Trump?

Preguntas similares se han debatido sin cesar en relación con otros demagogos de la historia. Trump no es Hitler, eso está claro; ni siquiera es un dictador. Aun así, un examen de los liderazgos autoritarios puede ser instructivo. Algunas personas (a menudo, de tendencia conservadora) creen que hay «grandes hombres», que la historia la hacen líderes extraordinarios. Otras (mayoritariamente de izquierda) creen que los líderes son producto de circunstancias particulares; que el motor de la historia son las fuerzas y estructuras sociales, económicas y políticas, no individuos excepcionales.

Antisemitismo, pobreza masiva, diferencias monstruosas entre ricos y pobres, una idea de humillación tras la derrota en una guerra mundial horrorosa, una debacle económica global, una inflación espantosa y bandas itinerantes de excombatientes envilecidos: todas esas condiciones estaban presentes en la Alemania de los años veinte, con o sin Hitler. En ese sentido, su ascenso al poder fue un hecho estructural, el resultado de las circunstancias.

Lo mismo podría decirse de otros líderes más saludables. Winston Churchill no se habría convertido en «el inglés más grande» si no fuera por los acontecimientos únicos de mayo de 1940. Pero esto no quiere decir que la historia habría seguido el mismo curso sin Churchill (o sin Hitler). Es verdad que los dos reaccionaron a ciertas condiciones; pero las llevaron en una dirección, o hacia extremos, en formas que otros líderes probablemente no lo hubieran hecho. Ninguna ley de la historia dictó que la guerra de Hitler, o el Holocausto, fueran inevitables.

Repito, Trump no es Hitler, y mucho menos (pese a sus pretensiones) un Churchill. Pero logró inflamar e incitar odios y resentimientos que otra persona tal vez habría canalizado de otro modo. Mientras no se entienda esto, los demócratas y sus aliados progresistas en otros países no podrán deshacer parte del daño que ya está hecho.

Desestimar a los partidarios de Trump como racistas engañados, deplorables e ignorantes no sirve de nada. Sus temores y resentimientos, a veces justificados, merecen respuesta. Intereses corporativos a los que sólo preocupa enriquecer a los accionistas han maltratado a la gente. La globalización dejó a muchos por el camino. Las actitudes citadinas en materia de género y sexualidad pueden asustar a personas con otras ideas respecto de lo que quieren ser. Las élites educadas no deben dar por sentado que siempre saben lo que les conviene a todos.

La solución para los demócratas no es ceder a los prejuicios de los ciudadanos menos formados. Pero es esencial que un partido progresista vuelva a vincularse con los desfavorecidos, y no sólo sobre la base de la justicia racial, por necesaria que sea.

Un modo de lograrlo es centrarse menos en cuestiones de identidad sexual o racial, y más en la economía de clase. Muchos partidarios de Trump dijeron que la principal razón por la que apoyaban al presidente era la economía. Los demócratas tienen que ofrecer mejores oportunidades económicas, un nuevo New Deal. Trump prometió algo por el estilo en 2016, pero no cumplió (salvo beneficiar a los más ricos). Los demócratas deben concentrar sus esfuerzos en beneficiar a los muchos que no son ricos. Sólo entonces será posible canalizar la rabia popular en modos que fortalezcan la democracia liberal en vez de destruirla.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/5XXEMFFes